En su anterior y tercera película, La mirada invisible (2010), el bonaerense Diego Lerman mostró su capacidad para desenvolverse en ambientes opresivos. Allí proponía una sugestiva metáfora sobre el desarrollo y final de la dictadura argentina, a través de la figura de un brazo ejecutor de la represión educativa que a la vez sufría en sus propias carnes las consecuencias de todo un legado de terror. Aunque achacaba una serie de defectos a pulir, el director apuntaba un talento que tendría que confirmarse en proyectos venideros.
Cuatro años después, y también en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián, Lerman presenta Refugiado, cuya primera secuencia se desarrolla en un parque infantil. Un niño celebra su cumpleaños en un ambiente festivo; en cambio, la puesta en escena parece recalcar que se halla atrapado por algún motivo que desconocemos, jugando sagazmente con el escenario. Al volver a casa, descubre a su madre herida tras una agresión de su compañero sentimental. El hallazgo da comienzo a una huida que se convierte en el corazón de la película.
Desde la omnipresente óptica de Matías, el niño protagonista, el abandono del hogar se convierte en una aventura que parece tomar forma al encontrar a otra niña de similares antecedentes, con la que comparte juegos y también confesiones. Para su madre Laura, en cambio, la escapada es un angustioso infierno en el que el peligro puede acechar en cualquier esquina. En el contraste entre su profunda inseguridad y la más pura inocencia del niño parece centrarse Lerman, que otorga a ambos actores el espacio suficiente para desarrollar unos personajes que transpiran verdad en una evolución sosegada pero implacable, que no supone otra cosa que el proceso de toma de conciencia de su nueva condición.
En el refugio que da título a la película comienza un periplo de rumbo incierto, que para los dos protagonistas supone la ruptura de la seguridad del hogar para iniciar una nueva vida como nómadas. Sin que el maltratador llegue a aparecer en pantalla, lo que añade un punto de tensión importante a sus varias llamadas y amagos de intervención, Laura y Matías transitan por una ciudad que no parece tener guardado nada para ellos. La denuncia de la violencia de género se transforma así, sin alzar la voz, en un thriller nada explícito, en el que cuentan más las miradas y reacciones aisladas que posibles trampas en las que no llega a caer.
Buena parte de culpa la tiene una elegantísima puesta en escena. Si al principio de esta reseña se destacaba su efecto en la aparentemente accesoria secuencia inicial, el resto no son menos relevantes. Matías y Laura son observados a través de otros objetos, como si fuéramos una especie de voyeurs de su huida: incluso cuando están solos, la sensación de que hay un “otro” acecha. Lerman tampoco duda en pegar la cámara a sus rostros cuando es necesario, agitando el ambiente. Se apoya, además, en dos actores espléndidos: a Julieta Díaz, habitual del cine argentino que se estrena en nuestras pantallas, se une el descubrimiento de un jovencísimo Sebastián Molinaro, que transmite la sutil ingenuidad infantil que desborda Matías.
Después de asistir a una ejemplar filmación de interiores, Lerman concede la catarsis esperada en pleno campo, con la aparición del mar como elemento liberador y sin que necesitemos palabras para conocer el estado de ánimo de ambos personajes. Matías acepta y asimila la realidad sobre su padre, mientras Laura asume que desprenderse de la carga que arrastra no va a ser fácil. En este tramo se le podría reprochar cierta falta de contundencia, pero tampoco parece su intención otorgar un broche que diera significado a todo lo visto, sino más bien confirmar las incógnitas que ofrece la recuperación de un trauma tan complejo a través del desengaño y la maduración. Sin terminar siendo un viaje angustioso, Refugiado supone una muy buena película, que sin alzar la voz logra tratar un asunto delicado desde el prisma adulto que merece.