La Sección Oficial de San Sebastián sigue encumbrando a grandes talentos españoles. Si la primera obra de Carlos Vermut, Diamond Flash (2011), autofinanciada y estrenada en Internet, ya revelaba la existencia de un universo propio plasmado en una obra con tantas carencias como potencial encerrado en un encomiable ejercicio de libertad creativa y narrativa; Magical Girl viene a confirmar a un cineasta que, surgido de los márgenes, ya empieza a abandonar su condición de promesa para sumarse a un grupo de cineastas cada vez más numeroso, que aborda la realidad del país desde perspectivas complicadas de asimilar hace pocos años.
En una escena de la mencionada ópera prima, uno de los múltiples personajes que presentaba Vermut apelaba a la imposibilidad de comprenderlo todo, a la debilidad última de los que pretenden poseer toda la información. Un diálogo aparentemente accesorio nos daba, así, la clave para comprender una película cuya estructura apuntaba a la posibilidad de descifrar un puzzle del que, finalmente, no podíamos conocer toda la verdad. Ese terreno de ambigüedades, de constante fricción entre géneros, es el que gobierna su carrera hasta la obra de su confirmación: el corto para Notodofilmfest Maquetas (2009), una reflexión sobre la íntima relación entre la comedia y el drama, estuvo seguido de su lúcida inmersión en el descabellado universo de Venga Monjas, Don Pepe Popi (2012). La coexistencia del héroe y el villano en el trasfondo de Diamond Flash, de la protección ligada al sometimiento y la aparición de la maldad humana, es abordada en Magical Girl desde una perspectiva mucho más completa, que no parece apelar tanto a la ruptura y novedad de la forma como a la complejidad del fondo. Es obvio que Vermut ha manejado un presupuesto mayor, dado el carácter de obra casi casera de su anterior trabajo, y que su puesta en escena ha mejorado notablemente; pero también ha alcanzado una madurez en el guión y el tratamiento de los personajes sorprendente en alguien que aborda su segundo largometraje.
Tras una escena inicial en principio inconexa pero que aporta muchas claves sobre lo que vamos a ver después —también presente en su anterior obra—, el primer ramalazo aparentemente fantástico es noqueado por una bofetada de realidad. Una niña, ataviada de forma casi cómica, baila en su habitación hasta que cae desplomada al suelo. El vacío entra de golpe en una pantalla que no tarda en poblarse con seres que achacan alguna ausencia o sienten terror ante la proximidad de la misma. La niña es Alicia —Lucía Pollán, cuya mirada eleva el personaje—, que sufre una enfermedad terminal. Su padre, profesor de literatura en paro, vende sus antaño preciados libros al peso en un mundo que se ve obligado a reducir el saber a la obtención de un puñado de euros: no es el único profesor sin trabajo en la película. Por circunstancias perfectamente hiladas, entrarán en contacto con Bárbara y Damián, dos personajes mutilados pero íntimamente conectados.
Vermut aprovecha su punto de partida para ahondar en algunos de los puntos clave de su filmografía: la tragedia áspera que es en la superficie Magical Girl no renuncia a incorporar reveladores insertos de comedia en los diálogos, ni a otorgar el punto evasivo de la cruda realidad a través de la infancia que ya aparecía en Don Pepe Popi y Diamond Flash, aquí materializado en un universo manga cuyas contadas referencias aparecen medidas y perfectamente integradas. Su gran temática vuelve a ser la protección y un paternalismo cuya naturaleza, en última instancia, destruye a los personajes: el padre dispuesto a hacer lo que sea para cumplir los propósitos de su hija enferma; el profesor cuyo pasado quedó marcado por la aparición de una chica misteriosa; y ella misma, que años más tarde se somete a un oscuro matrimonio que le ofrece estabilidad económica a cambio de renunciar a su propia identidad. Todos se entregan a dependencias imposibles o a la insondable custodia de lo que les queda en la vida, redondeando así lo que ya quedaba apuntado en la anterior obra.
Pero ni mucho menos se queda ahí: de fondo, y otra vez verbalizando su esencia a través de un discurso en apariencia no fundamental, encontramos un país incapaz de decidirse entre lo racional y lo pasional, que destierra a los maestros para dar cabida en la sociedad a quien ofrece facilidades a cambio de la destrucción del propio ser. Esa puerta prohibida, otro símbolo del misterio al que Vermut nos somete como espectadores mediante elegantes elipsis, acaba aportando la clave de la propia película: ante nuestra imposibilidad de completar todo el puzzle —recurso visual quizá demasiado obvio— y la incapacidad de los personajes para descifrar la complejidad humana, los instintos acaban venciendo. El tramo final, pese a construirse en torno a dos imágenes, termina cobrando un sentido que confirma a Magical Girl como el irreprochable bautismo de Carlos Vermut. Un autor que viene a sumarse a una brillante generación que, aunque algunos se empeñen en ser incapaces de verlo, se consolida día a día por su lucidez al abordar la identidad de todo un país con suma originalidad y desparpajo. Dos virtudes que ya no son las únicas de las que el madrileño hace gala.