Soñar con las estrellas es gratuito. Mirar al cielo e imaginar qué se siente al estar más cerca de su calor, un anhelo de Principito que todos nos permitimos de vez en cuando. Baikonur es la imagen calcada al milímetro de cualquier soñador, que espera que del cielo llegue todo lo que desea.
Con una película sencilla se intenta alcanzar el universo en un remoto lugar donde parece que la barrera invisible entre la tecnología y la tierra marca la diferencia. Unas aldeas de barro y cascotes viven en el desierto a la merced de lo que la lanzadera espacial de Baikonur deja en cada despegue. Para unos es chatarra con la que comerciar, para alguien en particular, una meta que alcanzar, algún día, en su sencilla vida.
Como abanderados de una película del oeste, allí van con sus burros, camellos y tractores en busca de trozos desprendidos de los cohetes, guiados por el joven Iskander, el Gagarin -primer hombre en viajar al espacio- del poblado. Su forma de mirar los lanzamientos recuerda al Vincent de Gattaca, aunque su ambición sea ínfima, al tratarse de una persona inocente, totalmente transparente y sin experiencia en las rutinas de la ajetreada sociedad.
Así se conforma un microcosmos, con leyes tan sencillas como que aquello que caiga del cielo es para quien lo encuentre antes, una vida rutinaria que le lleva hasta un inesperado “regalo”, una joven y bella francesa, turista espacial, que se pierde en las montañas en la cápsula de regreso a la tierra. Lo que en principio parecía la base de la película se me antoja una mera anécdota ante la blancura del protagonista y su evolución.
Se aprovecha de la confusión para dar pequeños momentos en los que brillar la joven Julie, que aparece y desaparece de escena como un icono al que adorar. El quedar prendado de ella es una simple excusa para fabular sobre la idea de seguir los sueños, alcanzar las estrellas y seguir los pasos de ídolos inocentemente hasta encontrar los propios. Existe el momento confuso, aparentemente divertido, en el que ella queda como un extraterrestre llegado del cielo con su altura y tersa piel, rizos que caen con soltura en sus hombros, una Venus ataviada con prendas típicas de la zona que sirve tanto de princesa como de fuente de sabiduría, según el momento y el lugar. Como fuente de inspiración lleva al muchacho lejos de su zona de confort para darle a conocer el universo y darle alas para volar. También hay lugar para las raíces, las costumbres y la necesidad de permitir un espacio para la realidad. Todo el mundo necesita la gravedad para que ponga en su sitio los pies.
Todo muy bonito, simple y en definitiva ajeno, pues con el tiempo Iskander llega a caer en gracia, pero el mérito le llega tarde, al no saber muy bien cómo conexionar cada una de sus pequeñas aventuras, quedando claramente diferenciadas sin motivo alguno, sin seguir un ritmo constante, más bien con la idea de destacar momentos como pequeños golpes en la mesa, carentes de sintonía.
Es cuestión de dejar que repose, pero no en exceso, puede ser fácil caer en el olvido, aunque si algo bueno tiene este viaje interestelar que no llega a despegar del suelo es que resulta amena y no busca a base de golpes de efectos epatar a aquel que se plante frente a ella, aunque sí consigue estampas preciosistas al enfrentar a la máquina y la tradición a cada momento. Los foráneos bien recibidos son si su mensaje es amable y eso es lo más destacable de Baikonur.