Cineastas como Xurxo Chirro, Eloy Enciso o Lois Patiño han formado en los últimos años una corriente etérea, cuasi imperceptible, que dirige la mirada hacia su tierra de origen para trazar una relación que alude tanto al hombre como a la naturaleza en una vía experimental donde la narrativa funciona como conector entre parajes: tanto palpables como irreales, cercanos y (ciertamente) mitológicos. En definitiva, la aproximación a una Galicia en la que incluso las leyendas de un pasado concreto son capaces de alzarse y converger en un mosaico bañado por planos donde el paisaje y todo lo que lo rodea adquiere una significancia capital.
Aunque se perciba una mayor cercanía entre el Arraianos de Enciso y el nuevo trabajo de Lois Patiño por ese modo en como ambos tejen una inevitable comunicación en torno al ya mentado nexo que mantienen individuo y naturaleza, el de Vigo fragua ese encuentro en imágenes, y es que donde el autor de Arraianos era capaz de desvelar lienzos en los que la irrealidad se apoderaba de la escena para llevar contextos cotidianos a un plano distinto, Patiño directamente lleva esa escena a la reproducción de estampas nuevas o lejanas a nuestro ideario, donde el ser humano pasa a formar parte de un paisaje en el que parece adquirir una nueva dimensión que lo sitúa en el que de un modo directo se enfrenta a ese entorno tan voraz como lo es el propio hombre con los parajes en los que cohabita.
Incluso la leyenda (desde la más cercana hasta la más tenue) parece tener su lugar en esa relación que traza el cineasta y que la lleva directamente a otro territorio en la que los habitantes de esa tierra gallega emprenden algo más que un mero vínculo, llegando a establecer algo que podríamos definir como un choque, en el que la retroacción termina por resultar primordial debido al modo en como ambos núcleos se alimentan uno del otro constantemente para consolidar algo (incluso) mayor de lo que en las estampas urdidas por Patiño se adivina.
En ocasiones es, pues, imposible no aludir a una mutación que surge del paisaje y se nutre de las acciones humanas para compartir en cierto modo el significado de la tierra que pisamos a través de las postales que nos brinda el gallego. Unas acciones que, por otro lado, se establecen con una armonía que sólo parece reinar entre los habitantes de ese terreno, y que se desvanece ante un visitante ajeno que no conoce la tierra, alejándose así de una comunión cuyos lazos van mucho más allá de lo palpable, y casi parecen disipados en esos montes, ríos y campos que comprenden ante sí mucho más que un paisaje.
Tampoco pasa inadvertido en Costa da Morte otro de los elementos esenciales que conforman ese panorama, y el sonido hace acto de presencia del más particular de los modos: lo mecánico y humano se entremezcla con la voz adquirida por el propio paraje, pero a su misma vez se intercalan como si todo formase parte de un juego, y articular un lenguaje propio en el que la expresión alcanze su máximo significante fuera un acto necesario.
Es así como Patiño, a través de cuadros inamovibles que parecen cincelados por el alcance mismo de leyendas y mitos, de autenticidad y una belleza imborrable, es capaz de evocar lo que en realidad se podría comprender como un símbolo de la identidad de esas tierras, estableciendo así un diálogo ante el que llegar a esa armonía sin que la correspondencia establecida deba ser vista como una lucha articulada desde tiempos inmemoriales, sino más bien como la esencia de un conjunto ante el que comprender que la mirada no lo es todo, y que cada leve gesto y detalle nos puede comunicar de un modo extraordinario con lo más lírico y, en definitiva, puro de una tierra ante la que, más que comprender, hay que vivir.
Larga vida a la nueva carne.