El actor y cineasta Don McKellar volvía a ponerse tras las cámaras el pasado año encargándose de la realización del remake de una de las comedias canadienses más bien hilvanadas de los últimos años, una La gran seducción que en este reversionamiento dejaba atrás el idioma del original para internacionalizarse, aunque en realidad la zona de producción siguiese siendo la misma: Canadá. Una Canadá que veía dar los primeros pasos de McKellar en el siempre complicado mundo de la dirección allá a finales de los 90 con Last Night, una cinta de corte pre-apocalíptico que llegaba justo después de dos cortometrajes y a la que precedería en 2004 la comedia Childstar, que como ya sucedía en su ópera prima, volvería a protagonizar de nuevo el propio cineasta.
Centrándonos en ese primer largometraje, que a la postre ha llegado a ser reconocido como uno de los mejores títulos rodados en la ciudad de Toronto, podemos ligar en cierto modo las inquietudes de McKellar al cine independiente que se fraguó principalmente en aquella década de los 90 durante la cual los Hartley, Jarmusch, Ferrara y demás tiranizaban un panorama que, pese a la multitud de perspectivas, percibía una serie de rasgos (sobre todo en el contenido) capaces de trazar un arco a través del que definir unas características en común más allá del estilo formal de cada cineasta.
Aunque en la praxis Last Night no parece beber del estilo que destilaban algunos de los cineastas predominantes en la escena independiente noventera —aunque hay estampas que bien pudieran recordar al poderío que conferían a la imagen algunos realizadores sin necesidad de un holgado presupuesto—, lo cierto es que la cinta realizada por el canadiense a finales de esa misma década sí se esmera en componer un lienzo en el que reflejar de un modo personal y certero algunos de los intereses que, convergieran o no con los de algunos de los mentados directores, eran trasladados a la pantalla con un sentido y un modo de mostrarse ante el espectador que no hacen sino rememorar algunas de las filias que ya quedaron desgranadas en Estados Unidos durante los años que antecedieron el debut de McKellar.
De este modo, que el viaje se inicie en forma de relato coral de esos que suelen dejar resultados desiguales, y que el anunciado fin del mundo refleje un paisaje ya de por sí desolador —que el cineasta se encarga de retratar, en especial, en los exteriores que de tanto en tanto se ven obligados a frecuentar sus protagonistas—, poca relación posee con el contenido en sí del film, y es que McKellar refleja un particular nihilismo que, pese a no mostrarse siempre de un modo abierto y secante, permanece presente en un plano que de tanto en tanto sus personajes desvelan como si de una cicatriz se tratara, resultando así accesorio el caos vivido en la ciudad debido a las pocas horas que parecen restar a un fin del mundo cada vez más cercano.
Las historias cruzadas de Patrick Wheeler, un hombre que preferirá pasar su última noche en solitario, Sandra, una mujer que se dirige a su hogar para reencontrarse con su marido y terminar con sus vidas, o Craig, que busca complementar una lista antes de pasar a mejor vida, no hacen sino contraponer a ese nihilismo las necesidades humanas que contrarrestan esa visión negra y negativa que encuentra lo que podría ser entendido como una purgación en el acto de amar. Así es como, aunque no haya escapatoria porque el fin no deja de ser inevitable, los protagonistas encuentran una vía de escape para lidiar con una perspectiva tan ciertamente desoladora como el panorama que tienen por delante.
Es Last Night mucho más que otra de cuantas historias cruzadas dispuestas a acontecer el enésimo «crowd pleaser» sin significado ni significante que aparecen cada X tiempo: los caminos tomados por su director acaban circundando soluciones que dotan al conjunto de un mayor alcance, logrando de ese modo que el film sortee la mera particularidad y sea capaz de proponer. Todo ello admitiendo que quizá McKellar no sea capaz de compensar las distintas vertientes que propone dentro del relato, y en ocasiones algunas de las ramificaciones del film queden un tanto deslavazadas, hecho que no afecta a la capacidad por sugerir (por ejemplo, en esa toma final de la subtrama protagonizada por Cronenberg), pero debilita a nivel narrativo sus posibilidades en ese aspecto.
Sea como fuere, el fin del mundo es bienvenido en un título que como mínimo es capaz de no redundar en una idea cuando en realidad ello hubiese sido lo más fácil, prefiriendo incorporar trazas de ese núcleo ideado por el canadiense, que no hacen sino redondear un resultado ya de por sí interesante. Un fin que, en definitiva, se acoge a sus personajes para llevarnos a un viaje (a ratos, casi con trazas de «road movie» por lo interior del mismo y por las vueltas que llega a dar el personaje interpretado por Sandra Oh) en el que no son necesarios los artificios: puede más la pristina concepción de un realizador sin un ápice de duda en su consecución.
Larga vida a la nueva carne.