Carol Reed es aún, pasados más de cincuenta años, el protagonista de una de las mayores falacias de la historia del cine. ¿Se acuerdan de esa frase pronunciada por el ministro de propaganda nazi Joseph Goebbles que rezaba algo así como que una mentira repetida unas mil veces acaba convirtiéndose en verdad? Pues ese teorema se cumplió en el caso que nos ocupa en la persona del cineasta británico. Y es que ¿quién no ha escuchado a lo largo de su vida que la famosa secuencia de la persecución en las alcantarillas de Viena de El tercer hombre fue dirigida realmente por Orson Welles? Nada más lejos de la realidad, puesto que quien conozca someramente los filmes rodados en los años cuarenta por este maestro del cine británico advertirá que esa famosa escena presenta todas las características visuales, doctrinales y, lo que es más importante, cinematográficas de Carol Reed. No me cabe duda que el director de El tormento y el éxtasis fue uno de los más grandes autores del cine inglés de toda su historia. Así, tras la marcha a las Américas de Sir Alfred Hitchcock, Reed peleó con David Lean por el cetro de mejor director británico a lo largo de más de dos décadas, edificando una sólida carrera que tocó casi todos los géneros con gran acierto legando a la historia buena parte de las cintas más emblemáticas esculpidas en las islas europeas. Desde la hipnótica Larga es la noche —en la que se halla ese claro antecedente de la famosa escena comentada al principio de esta reseña—, pasando por magnéticos melodramas de intriga como El ídolo caído o refrescantes adaptaciones literarias que sentaron las bases del thriller moderno como la esencial Nuestro hombre en La Habana. Desde luego Reed merece un lugar privilegiado en los almanaques versados sobre Historia del Cine más allá de El tercer hombre, pero desgraciadamente su nombre parece haber perdido algo de fuerza en los últimos años a pesar de las exitosas retrospectivas y biografías que han surgido recientemente alrededor de su misteriosa figura.
Para homenajear a este no siempre reconocido cineasta, he elegido una de sus obras menores, que bien podría definirse como una especie de precuela de su cinta más popular, titulada Se interpone un hombre. El británico se encontraba en un espléndido momento de forma tras enlazar varios éxitos de crítica y público, si bien un año antes se había topado con una cinta ciertamente arriesgada y extraña, esa magnífica adaptación de la novela de Joseph Conrad, El desterrado de las islas, sin duda una película magnética y seductora como pocas en la que un ambicioso personaje interpretado por el siempre convincente Trevord Howard se volvía literalmente loco ante la belleza salvaje de una nativa del lugar. La cinta ostentaba una fotografía espectacular que fue aprovechada por Reed para confrontar la belleza paisajista del ambiente con un incipiente erotismo muy atractivo visto hoy. Sin embargo, parece que la película supuso un ligero tropezón en lo que respecta a ese beneplácito crítico con el que contaba el británico, por lo que para su siguiente proyecto decidió retornar a esos paisajes derruidos por las bombas situados en la Vieja Europa posbélica, habitados por toda una galería de personajes a los que la ambición y su deseo de abandonar la miseria terminan pasando factura.
En este sentido, Se interpone un hombre supone un retorno a la atmósfera deprimente y pícara de El tercer hombre con una serie de novedades. Por un lado, la oscura Viena de finales de los años cuarenta es sustituida por el Berlín partido en dos, e igualmente demolido urbanísticamente, de principios de los cincuenta. Por otro lado el ingenio Holly Martins que arriba a Viena en busca de un viejo amigo interpretado por Joseph Cotten transmuta en otra ingenua, pero ahora mujer, que acude a Berlin para visitar a su hermano, un oficial del ejército británico que se ha casado con una atractiva berlinesa. Finalmente el astuto y ambicioso Harry Lime tiene también su alter ego, si bien en este caso el de un personaje igualmente pícaro, pero no tan mezquino ni maligno interpretado por un James Mason que ya había conocido las mieles del éxito junto a Reed en la aclamada Larga es la noche. A diferencia de su claro referente, aquí ese tercer hombre hará apto de presencia casi desde los primeros compases de la epopeya, siendo por tanto sus románticas y enigmáticas peripecias el sustento arquitectónico sobre el que descansa el hilo argumental del film. Ello simplifica el sentido del mismo, que funciona como una especie de thriller europeo en el que los personajes y su psicología llevan las riendas de la película en detrimento del suspense y las secuencias de acción, hecho este que disfraza la inicial apariencia de espionaje e intriga internacional que parece poseer la cinta en un mero vehículo que sirve para desarrollar una intensa historia romántica en pleno auge de la Guerra Fría.
Partiendo pues de un esquema muy similar a El tercer hombre, la cinta arranca mostrando la llegada a un Berlin destrozado por las bombas y dividido en dos bloques (occidental y soviético) de una joven inglesa llamada Susanne Mallison (interpretada por esa belleza que mereció más y mejores papeles llamada Claire Bloom) que acude a la ciudad alemana para visitar a su hermano Martin, un oficial británico que decidió establecerse en el Berlin occidental tras contraer matrimonio con una belleza llamada Bettina (interpretada por la deidad rubia Hildegard Knef). La inicial confianza mostrada por Susanne hacia Bettina tornará en dudas a medida que la inglesa contemple la extraña actitud de su cuñada, que parece esconder un secreto relacionado con su pasado. Así, la constante presencia de un niño en bicicleta que sigue cada uno de los pasos de las dos cuñadas a través de las derruidas calles de la ciudad, como la aparición de un enigmático personaje que dice ser un antiguo amigo de Bettina llamado Ivo Kern (James Mason) colmarán de sospechas a la inocente Susanne, la cual creerá que su cuñada se halla inmersa en una especie de trama de contrabando y espionaje situada en la zona oriental de la urbe. Sin embargo, a medida que Susanne se inmiscuye en la vida del extravagante Ivo, la misma se verá envuelta en una compleja red de espionaje, descubriendo la identidad que se esconde detrás de ese exótico nombre. Igualmente, el fascinante contacto con este embaucador, antiguo miembro del ejército nazi, acabará enamorando por completo la imaginativa mente de Susanne, debiendo escapar de las garras de los delincuentes que tratan de coaccionar a Ivo para ejecutar a un antiguo compañero huido a la parte occidental de la ciudad.
Es cierto que la trama no es la más innovadora en lo que respecta a su concepción y planteamiento, pero resulta innegable la atractiva envoltura visual con la que el maestro Reed vistió a su obra. Así, la ciudad de Berlin es fotografiada con una clara intención documental, detallando de forma pormenorizada los edificios en ruinas, callejuelas y arrabales, transmitiendo de este modo un halo de demolición no sólo económica sino igualmente moral que emparenta a la cinta con las grandes obras filmadas en los propios escenarios derruidos por la contienda bélica. Todos las argucias visuales de Reed están presentes en el film: los maravillosos planos oblicuos, la luminosidad tenebrosa y nocturna, más cercana al mundo de los espectros que a la realidad más cercana, las interpretaciones eficientes de sus actores (resaltando un siempre magistral James Mason que borda su papel de engatusador con corazón como pocos sabían hacerlo). Reed rubrica su creación con una de esas persecuciones marcas de la casa, sustituyendo las inquietantes alcantarillas de Viena por los enrevesados laberintos de un andamio de un edificio en construcción, cerrando su obra con otro espectacular plano secuencia de talante claramente desgarrador y pesimista.
Cierto es que nos encontramos con una película que puede pecar de monótona y poco arriesgada en ciertos tramos de su estructura, con un argumento muy trillado en aquellos primerizos años cincuenta, por lo que la repetición de sus virtudes pueden caer en saco roto para todo aquel que haya fagocitado cine de espionaje e intriga de aquella era. Sin embargo, Se interpone un hombre conserva intacto todo su encanto y elegancia gracias al saber hacer de un maestro que dominaba como un excelente catedrático la puesta en escena de sus películas, recubriendo la sencillez inicial del guión con una sapiencia supina y sublime, dejando pues que fuera el aspecto visual el puntal sobre el que reposan las bondades de una película que combina a la perfección entretenimiento con arte.
Todo modo de amor al cine.