Para cualquier aficionado o amante del jazz, la figura de Chet Baker forma parte de esa dimensión mitológica, legendaria que se encuentra más allá del bien y del mal. Baker es un icono indiscutible de la cultura popular estadounidense. Un outsider que caminó siempre en los márgenes de la autodestrucción, poseedor de un talento innato descomunal para innovar en una disciplina que depende exclusivamente de la genialidad y la ruptura para seguir vigente. Fue el niño malo y mimado del «cool jazz» de los cincuenta y sesenta, aquel movimiento surgido a finales de los cuarenta gracias a las aportaciones de músicos de raza blanca admiradores de los ritmos afroamericanos de Miles Davis, Charlie Parker, Duke Ellington, Dexter Gordon o Dizzy Gillespie que plasmaba con un tono reflexivo, auto-contemplativo y muy propio, la nostalgia y la melancolía de los viejos tiempos en los que el humo de los cigarrillos se mezclaba con las melodías de trompeta y piano compuestas para ser tocadas en solitario en auténticas catedrales del jazz. Era la época de los nombres que sobresalían frente a los grupos y big band cuya alegría musical se había topado con una decadencia mortal impregnada por el triste panorama y los efectos morales que desencadenó la II Guerra Mundial. Baker constituyó un tótem singular y atractivo desde el mismo momento en que salió a la luz pública de los focos. Su origen exótico, enmarcado en el minusvalorado jazz de la costa oeste americana en contraposición del venerado jazz neoyorquino, su rostro de niño travieso en el que resaltaba esa nariz carente de fosas nasales que denotaba un origen pugilístico adolescente, sus cabellos dorados adornados con ese frondoso tupé a lo James Dean, su boca privilegiada no solo para hacer sonar la trompeta como solo los ángeles saben sino también para emanar de la misma una voz que palpaba de emoción las desesperadas y tristes letras de sus composiciones, su personalidad incontrolable y desordenada… constituían una bomba de relojería a punto de estallar en cada uno de los actos que forjaron su vida.
Let’s Get Lost es sin duda un documento duro, único y sugestivo que supo captar la esencia de la turbulenta personalidad de un genio del arte para el que la vida no representaba más que un viaje en una carretera de una sola dirección edificada a través de un asfalto compuesto por diversión, música, mujeres, coches de lujo y drogas. El documental no tiene por objeto principal narrar de manera pormenorizada cada una de las etapas vitales o artísticas de Baker. Simplemente se trata de una obra en la que su autor, el fotógrafo Bruce Weber, muestra su fascinación y veneración hacia la figura de un viejo desdentado con pinta de yonqui que se encuentra en una clara decadencia física provocada por los excesos cursados en épocas más alegres. Weber tuvo la idea de seguir a su ídolo, inmerso en una de sus últimas giras de conciertos por Europa, tras haber celebrado una sesión de fotos con Baker. Se comenta que el fotógrafo se estremeció al contemplar como un viejo con pinta de mendigo, desaliñado, narcotizado por los efectos de su dependencia de la metadona, se transformó como una especie de esfinge egipcia justo en el momento en el que Weber se disponía a capturar el momento a través del click de su cámara fotográfica. Ese anciano de tan solo cincuenta y siete años que aparentaba tener más de noventa años aún conservaba todo su glamour, inspiración y capacidad de hipnosis, magnetizando de este modo a su interlocutor, el cual decidió retratar sus pasos a modo de película documental.
Esto convierte a la cinta en un documental no al uso, sino más bien en una pieza inacabada de jazz, con todas sus características innatas. Es una obra imperfecta, que no sigue una línea temporal recta, sino que tuerce los espacios viajando del pasado al futuro sin que nos demos cuenta. Igualmente es una cinta heterodoxa, rota, que a veces se centra en la descripción de la tormentosa vida de Baker narrada por terceros protagonistas (diversas novias, esposas e hijos, amigos, músicos, fotógrafos, admiradores e incluso la propia madre del protagonista que más bien parece una mujer de su misma edad que la anciana progenitora del mismo), como que da lugar al testimonio personal de un Baker del cual no sabemos si nos está engañando contando historias inverosímiles para engatusarnos con sus vivencias pasadas como buen embaucador o simplemente necesita escupir a la cara a su interlocutor sus miserias y alegrías, siempre con un halo de dignidad que elude la compasión. Igualmente el film mezcla con atino realidad y ficción gracias a la inserción en el montaje de pequeños lapsos escénicos interpretados por actores —como esos primeros minutos en los que la cinta arranca en la playa de Santa Mónica mostrándonos a unos pijos made in años ochenta charlando como si de unos eruditos musicales fueran de la historia del jazz, que posteriormente protagonizarán una escena en la que comparten una charla muy amena y divertida con el propio Chet Baker en un antro de mala muerte— con secuencias apoyadas en fotografías y material de archivo —como por ejemplo las múltiples tomas del mito realizadas por el fotógrafo del jazz Bill Claxton que participa como entrevistado en el film, o las diversas escenas de las películas de serie B que contaron con Baker en su elenco protagonista, incluida la cinta autobiográfica inspirada en su vida protagonizada por la pareja Natalie Wood-Robert Wagner titulada Los jóvenes caníbales—.
El hecho que sea imperfecta, convierte a la cinta en una pieza perfecta de arte que no sólo pertenece al ámbito cinematográfico sino que toca del mismo modo otras esferas como la musical o la literaria resultando así un perfecto testamento que da fe del temperamento de un espíritu indomable. Y es que como bien comenta Weber, Baker perteneció al cosmos de los genios, es decir, el de esas personas que consiguen la excelencia sin trabajo y esfuerzo sino a través de la pura inspiración. Esos seres atormentados por no entender porque el prójimo debe trabajar para ganarse el sustento desechando pues el esparcimiento y la experimentación de sensaciones más allá de los límites aceptados. Este concepto de obra construida a base de pequeños retablos se logró gracias al hecho de que Weber no es en realidad un director de cine que dominara todas y cada una de las técnicas asociadas al cinematógrafo, al revés, se percibe que Weber es realmente un fotógrafo que basa su estilo de narración en pinceladas que absorben un instante concreto de vida. Así la epopeya no fluye como un río limpio carente de meandros y cascadas, sino que el hilo vital se rompe constantemente a regañadientes, a modo de inserción de golpes momentáneos atraídos por la luz de un flash.
Filmada en un fascinador y humeante blanco y negro, como una buena pieza de jazz requiere, la cámara de Weber alcanza la efigie de semidiós mostrando la belleza de los escenarios confrontados con la depresión que exhala el desfigurado rostro de Baker. Cielo e infierno parecen tocarse sin odios ni rencillas adornados por las maravillosas melodías de Baker que acompañan a las imágenes del documental. La película ostenta algunas secuencias de un poder demoledor imposibles de expulsar del inconsciente una vez vistas. A modo de ejemplo resalto la secuencia en la que un coqueto Chet Baker narra a su amigo Weber la famosa historia que le costó perder su dentadura, según el músico debido a una pelea a la salida de un bar en la que unos matones casi sin mediar palabra le destrozaron la mandíbula lo que casi provoca el final de su carrera como músico, que tras un parón de tres años fue rescatada gracias a la mediación de Dizzy Gillespie tal como relata el bueno de Chet. Sin embargo esta historia, es puesta en duda por parte de una de las alocadas y adictas a la heroína novias del músico, que achaca al carácter comediante y charlatán de Baker el origen de la fábula. Igualmente sugerente resulta la entrevista mantenida por Weber con la tercera esposa de Chet y sus hijos, una alocada mujer que reniega de cualquier contacto con el músico al que culpa de haber abandonado a su prole así como el odio que Chet despierta en sus vástagos e incluso en su propia madre que le acusa de no haber sido un buen hijo.
Pero sin duda tres son las imágenes que permanecerán imborrables en la mente del espectador tras el visionado del documental. La primera será la inicial aparición de Baker en pantalla, a bordo de un cadillac descapotable que surca una vía de una ciudad italiana en la que acaba de ofrecer un concierto. Baker se halla en un estado de euforia provocado sin duda por la mezcla de cocaína y heroína. Su rostro, avejentado por las drogas, despierta una media sonrisa al encontrarse en compañía de dos jóvenes que acarician las arrugas achacosas de Baker. Esta escena será empleada por Weber como eje de conexión espacial en el montaje del film, apareciendo de manera intermitente a lo largo del metraje del mismo. La segunda escena que me tiene absolutamente enamorado es la del último concierto de Baker en una de las diversas fiestas programadas durante el Festival de Cine de Cannes. El glamour del Festival demostrado por Bruce Weber a través de una serie de secuencia fotográfica en la que aparecerán las grandes estrellas del firmamento de Hollywood y del cine francés, dará paso a un concierto cutre, repleto de pijos malcriados e irrespetuosos que no casan con el viejo status de las estrellas del cine. Baker toca una pieza ante los murmullos y alaridos de un público más preocupado por drogarse y beber hasta perder el control que por el arte del viejo maestro de jazz. Baker está molesto. Pero en un último arrebato de genio el estadounidense insta a la audiencia a que permanezca en silencio mientras ejecuta su maravillosa Almost Blue. El público hechizado por el carácter de Baker le hará caso, deleitándose en el más estricto silencio de la maravillosa interpretación de Baker de esta pieza de antología del «cool jazz». Y finalmente la escena más aterradora, dura y devastadora que recuerdo haber visto en una obra cinematográfica. La cinta termina con una breve conversación mantenida entre Weber y Baker. Weber, apiadándose del mono que detecta en el rostro de su amigo, comenta a Baker que puede inyectarse la metadona que necesita para poder respirar. El músico, tuerce el gesto, sin mostrar signo de enfado ni queja, simplemente resignado, y a continuación con voz lacrimosa indica a Weber que ese comentario ha sido un golpe bajo que no debería haber expulsado de su boca si es que éste le considera como un amigo. Igualmente la obra finaliza con una pregunta lanzada al aire por el fotógrafo para recabar la opinión de Baker: «¿Cuándo veas este film en los próximos años, recordarás los buenos tiempos?» A lo que Baker responde con la mirada perdida por los efectos del mono: «¿Cómo más podría verlo, Bruce?» Baker se suicidó un año después de rodar esta escena, sin haber podido contemplar el estreno de su testamento vital en un hotel de Ámsterdam.
Creo que he dejado claro a lo largo de la reseña que este es uno de mis documentales favoritos de la historia del cine. Ello es así debido a que aúna dos de las artes que más de fascinan como son el cine y el jazz, pero esto no hubiera sido suficiente sin el relato clarividente, sincero y emocionante pintado por Weber que sirve de poema con el que plasmar la admiración de varias generaciones de fanáticos del jazz a una de sus viejas glorias justo en el momento de mayor decadencia física e intelectual del mito. De este modo la cinta se convierte en un disparo al corazón de los admiradores de Baker. Un cuadro de realidad y ficción a ritmo de jazz que expone las consecuencias psicológicas y fisiológicas que el abuso de un cocktail de alcohol, ego, genio, heroína, cocaína y metanfetamina puede provocar en el cuerpo de cualquier mortal. Un retrato de un joven con cara de viejo, sin dientes (quizás provocado esto por la famosa pelea relatada por Baker, pero también por los efectos de la heroína) y con aspecto de vagabundo poseedor de un ingenio solo a la altura de los iluminados. Un documento que demuestra que hasta los inmortales no pueden eludir su cita con la muerte. Let’s Get Lost.
Todo modo de amor al cine.