«Toda reificación es una forma de olvido» – T. Adorno
Hace unos días se anunciaba en el festival de Venecia el ganador del León de Oro, que recayó en el realizador sueco Roy Andersson, un cineasta y publicista con una amplia trayectoria en ambas facetas profesionales y que se caracteriza (en sus últimos trabajos para el cine) por una tendencia marcadamente existencialista. No en vano su cortometraje World of Glory puede considerarse como un manifiesto en que retrata la sociedad de su tiempo de una manera patética y que invita a la reflexión acerca de las problemáticas inherentes a este proceso infatigable y despersonalizador en pos del progreso, ah, el progreso. Así, se le atribuye a dicho corto un fondo crítico que apunta a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y los posibles amiguismos de Suecia para con Alemania. En cualquier caso, no es lo que nos interesa, principalmente porque el retrato en escena va mucho más allá de aquellas coordenadas y pasa a convertirse en representación de las bajezas de Occidente como un todo que busca su perpetuación por encima de otras consideraciones.
El cortometraje se desarrolla, pues, sin sobresalto y sin estruendo, a partir de un puñado de hombres trajeados que condenan sin más ni más al humo de la inexistencia a unos cuantos desgraciados anónimos. Pasada esta primera escena, desagradable y perturbadora, se da por iniciado el descenso al hastío y el estancamiento más totales, erigiéndose el personaje principal en voz ridícula de sus coetáneos, todos ellos remedos de personas que se limitan a mirar desde un segundo plano, observar impacientes sus relojes o esperar ansiosos que el silencio regrese a instaurar paz en sus tareas meticulosamente programadas. Pareciera que el aire no fluyera entre los diversos planos estáticos que componen esta ahogada sinfonía del absurdo conformista, de ahí la sensación de acabamiento, de gris derrota y fatalismo entre las vértebras de un mundo que ha perdido su armonía y se ¿defiende? a base de ignorar cualquier factor externo que no entrañe un beneficio. Utilitarismo, que se dice.
Por suerte, el director no se queda aquí y amplía su registro con el ingrediente humor en las postales, y es que no hay nada más valioso que la risa filosófica para enriquecer la podredumbre y la falta de valores. Hablamos de humor y no gratuitamente, ya que hay pistas suficientes a lo largo del metraje para intuir esa pátina de divertimento tanto en la puesta en escena (véanse los rostros pintados de blanco carentes de expresión, los gritos fúnebres que invitan a la incredulidad, o la ineptitud imperante) como en el tratamiento de los diversos pilares temáticos, que parecen temblequear a cada segundo (familia, talento, religión, etc.). Andersson hará notar, así, la cosificación e intento de apropiación de todas las facetas de la vida para nuestro propio interés, haciendo inútiles las vías de escape o redención y permitiendo la retroalimentación del bucle esperpéntico actual.
Finalmente, al contrario que Bartleby, que «preferiría no hacerlo», la respuesta es no hacer nada diferente: seguir como hasta ahora y hasta siempre; apagar como se pueda aquellos gritos que nos buscan en la noche. Al plantarnos en la cara su cadáver de la gloria, el director nos invita a rebelarnos y aceptar la lucha por vivir dignamente la existencia.
O no…
Pareces querer indicar que el utilitarismo (sin mayúscula) postula una ética egoísta; o individualista, cuando menos. Nada más lejos de la realidad: el utilitarismo, en realidad, aboga por una máxima contraria a lo dicho —el máximo bienestar para el máximo número de personas, entendidas como un conjunto—.