Si una cosa queda clara viendo la filmografía de los Larrieu, es su irrenunciable compromiso con la libertad. No tan solo en su forma de concebir, dirigir e incluso reinterpretar a sus referentes cinematográticos (Chabrol o Pasolini serían ejemplos de ello) sino en destilar la esencia de la palabra hasta su desnudez absoluta, haciendo de la libertad el tótem, el «leivmotiv» que motiva e impulsa a cada uno de los personajes de sus películas.
No, no estamos ante ejercicios de anarquía o nihilismo existencialista, de marionetas moviéndose por impulsos racionales, no. Estamos ante personajes que buscan algo que les libere, y es en la propia búsqueda donde encuentran la meta. La libertad ya no el fin que requiere cualquier medio, es el medio en si mismo, principio y final de todo.
Ya el propio título nos pone en la senda de una dicotomía que finalmente no es tal. Una elección que acaba por convertirse en causa y efecto. Porque es el acto de la pintura el que lleva al conocimiento del extraño, a la invitación del ajeno a la intimidad propia y, por extensión a la invasión (consentida, celebrada) definitiva culminada no tan solo en el intercambio de pareja sexual sino en el cénit de los vínculos que unen a 4 personas como si fueran una sola.
Las herramientas que los Larrieu utilizan son su marca de la casa. Cocción a fuego lento, extrañamiento contextual a partir de una cotidianidad realista aunque distanciada y lejana y unos personajes chabrolianos, algo desconectados de ellos mismos; gente que aún siendo profesionales de éxito en lo suyo son una suerte de márginados interiores, como si les faltara una pieza de su propio puzzle vital.
A partir de aquí los directores se dedican a acariciar al espectador a través del trazo fino, de la sutileza, de la insinuación sobre lo que vamos a ver de manera que, cuando la situación explota, la reacción pasa casi instantaneamente de la sorpresa a la asunción natural del hecho, como si no hubiera otro desenlace posible (y deseable). El celuloide cobra vida, sensualidad hasta convertir la película en una experiencia más cercana a lo sensible, palpable y olfativo que a lo visual. En cierto modo los Larrieu consiguen que nos sintamos de forma muy parecida al personaje interpretado por Sergi López, a ponernos en su piel y por tanto no sólo contemplar pasivamente sino a compartir su experiencia.
Pintar o hacer el amor otroga por supuesto imortancia al sexo, pero no como elemento morboso al modo del voyeur reprimido, sino como explosión de sensualidad y libertad (que no libertinaje). Una película esta que actua como una poderosa carga de profundidad contra las convenciones burguesas. Y no sólo en la sexualidad sino más bien como una enmienda a la totalidad de ellas, esencialmente al concepto de la propiedad y de lo que se supone que es la conjugación (de raíz cristiana por supuesto) entre el amor, la unidad familiar y la monogamia. Sí, estamos ante una película incendiaria, subversiva que consigue su objetivo con la finura de una pluma más potente que cualquier soflama de brocha gorda. La poesía gritando libertad, y consiguiéndola. Libertad en estado puro.