Yo, que siempre he presumido de ser un pasota con esto de los premios de los certámenes cinéfilos, me encuentro algo cabreado por los dos premios con los que se ha alzado la turca Song of My Mother, del debutante Erol Mintas. No sé que me ha causado mayor estupor, si el premio a mejor película o al mejor actor.
Y no es que sea una mala cinta ni su actor principal, Feyyaz Duman, no construya un personaje que dice mucho menos de lo que piensa y siente, pero la sección oficial había dejado un par de obras por encima del resto, como son la georgiana Brides (ya avise que los georgianos están pisando fuerte últimamente) y, sobre todo, la joyita kosovar que resultaba Three Windows and a Hanging.
La premiada se construye en base a la identidad, de un pueblo, el kurdo, que ha visto como el estado turco ha dejado de actuar hacía ellos con una opresión mediante el uso de la fuerza. Nuestro protagonista era un profesor kurdo que daba clases en una región remota, probablemente el Kurdistan, y al inicio de la película es secuestrado a punta de escopeta por fuerzas turcas.
Lo siguiente que sabemos de él es que vive con su madre en algún lugar de Estambul y que sigue dando clases en la escuela, aunque ahora en turco. Precisamente será la relación su progenitora la que nos hace comprender hasta que punto se encuentra desubicado; aparentemente tiene una vida más que digna e incluso saborea cierto éxito, pues sus cuentos infantiles van a ser traducidos a otros idiomas desde el turco. Por otro lado, mantiene una relación con una mujer. El problema comienza cuando su madre empiece a insistir para regresar a su pueblo, totalmente abandonado por los lugareños, aunque ella se empeñe en asegurar que “todos están volviendo”.
De ritmo al que un compañero bautizó como “tranquilo” y donde la acción se desarrolla en el corazón de nuestro protagonista, vamos entendiendo la lucha que se asoma en su interior. Los tiempos han cambiado y la represión si bien no ha desaparecido, se ha mitigado. Sirve de ejemplo esa entrada de la policía en su aula y que resulta bien diferente de esa escena que parece sacada de una cinta de guerra. Prácticamente sólo mantiene su lengua materna con su madre, e incluso con una vieja amiga en un momento dado que ella admite que su kurdo no es muy bueno. Por otro lado, parece postergar su despegue en la relación con su novia, que espera un hijo suyo. Una novia a la que intuimos también turca.
Todo esto, como decía, nos es mostrado gracias a su madre, que se emperra tanto en volver a su hogar, totalmente idealizado por una nostalgia que suele aflorar en cualquier exiliado, como por una vieja canción tradicional kurda que nadie parece recordar y sólo vive en la mente de su progenitora. Él intenta encontrar ese viejo cassette pero por donde quiera que va no hay nada del tan ansiado objeto. ¿Realmente existió? ¿se ha perdido para siempre? ¿pervive esas canciones en unos cassettes ya obsoletos y condenados a desaparecer? Son preguntas que tanto el espectador como nuestro protagonista se hacen constantemente.
El problema de fondo es que su madre no se ha adaptado a la vida actual y él está cinco pasos por delante, pero comienza a dudar de su identidad. ¿Kurdo, turco, hombre moderno, kurdo y turco?
El final cierra este problema y también su relación con su madre. ¿La canción existió alguna vez? Qué importa eso, cuando el recuerdo es tan vivo y tan cierto.