La de Andrei Konchalovsky es una de las carreras más extrañas y heterogéneas de la historia del cine. Nacido en el seno de una influyente familia de actores de raíces aristocráticas, desde muy pequeño el joven Andrei sintió una intensa atracción hacia el mundo del arte, inicialmente hacia el universo de la música clásica, influjo que poco a poco fue cediendo en favor del cosmos del cine y el teatro. Es hermano de otro de los nombres de oro del cine ruso (Nikita Mikhalkov), el cual debe buena parte de su grandeza a esos primeros pasos en el mundo de la actuación guiados por la mente maestra de su fraternal pariente. Aunque pueda sorprender a los que conozcan únicamente el tramo estadounidense de la filmografía de este legendario cineasta ruso, los inicios en el cine de Konchalovsky fueron de la mano del cineasta más mítico y reconocido en occidente del cine soviético, que no es otro que su tocayo Andrei Tarkovski. Juntos dinamitaron y revolucionaron la forma de hacer cine en la extinta Unión Soviética fundando lo que se denominó el nuevo cine soviético de los sesenta. Un cine que dejaba atrás esa querencia a glorificar los estamentos y leyes que regían los mandamientos del buen ciudadano comunista para adoptar un tono más reflexivo e introspectivo gobernado por los códigos de pensamiento filosofal de los grandes pensadores de la historia —Descartes, Platón, Sartre, Marcel…— dejando recaer los cimientos de las historias narradas en un intrigante existencialismo de aristas metafísicas dominado por el silencio y la meditación trascendental. De este modo el director de Tango y Cash (sí, la meditación no está reñida con los mamporros y el buen humor ochentero) colaboró con el creador de Solaris en los guiones de los primeros éxitos de este último, El violín y la apisonadora y La infancia de Ivan, cerrando la unión con su colega y amigo firmando al alimón el texto de la quizás mejor cinta del revolucionario Tarkovski: la fascinante Andrei Rublev. Después de rodar varias obras de atmósfera muy intimista basadas en textos de Chejov, Konchalovsky consiguió la fama mundial que perseguía como autor a finales de los años setenta con Siberada, un film de proporciones descomunales e intenciones claramente megalómanas que partiendo de una estructura dramática influenciada por las grandes novelas río de los escritores del Este de Europa, reflejaba los cambios sociales experimentados en Siberia, y por tanto en la Unión Soviética, a lo largo del siglo XX. Esta fue su última aportación a la cinematografía de la hoz y el martillo ya que tras este éxito de crítica el director ruso decidió trasladar su residencia a los Estados Unidos cambiando radicalmente de registro para adaptarse, sin mucho tino, a la industria hollywoodiense. Sin duda el devenir de la biografía de esta luminaria del séptimo arte una vez caído el régimen comunista ha sido la de un nómada que ha ido dejando su semilla intelectual tanto en grandes producciones palomiteras como en cintas más intimistas dando lugar pues a uno de los curriculums más fascinantes y singulares de los últimos años.
La presente reseña se centra en la ópera prima como director de Andrei Konchalovsky titulada El primer maestro. A diferencia de sus obras de tono más crítico que no fueron muy bien recibidas por las autoridades comunistas (recordemos que una cinta como La felicidad de Asia solo pudo ser estrenada tras la ascensión de la Perestroika al gobierno de la URSS), el debut en la dirección del cineasta ruso fue aplaudido por los gobernantes soviéticos que vieron en el mismo un homenaje al heroísmo de los maestros rurales comunistas que sacrificaron su vida para transmitir los valores del partido en las lejanas y primitivas aldeas de los territorios conquistados por las tropas del Ejército Rojo. Esta figura, la del maestro rural, fue sin duda una clara protagonista en las producciones de doctrina socialista emergidas una vez finalizada la II Guerra Mundial para mayor gloria de los mandamientos soviéticos en cintas clave del movimiento como por ejemplo Maestra rural de Mark Donskoy o Primavera en la calle Zarechnaya. Partiendo de una premisa argumental muy similar a los dos ejemplos anteriormente expuestos, Konchalovsky dio una vuelta de tuerca al revestimiento racional de su film, dando el protagonismo del mismo a un oficial del Ejército Rojo, hijo de campesinos analfabetos, cuya existencia únicamente se centrará en construir una escuela de adoctrinamiento comunista,- fundada en los pensamientos del padre de la patria Lenin-, en una pequeña aldea situada cerca de la frontera China, aún gobernada por la tradición campesina, el oscurantismo y los mulás islámicos. De este modo la llegada del extraño profesor comunista chocará de frente con la visión primitiva y arcaica de la realidad de unos aldeanos sumidos en la superstición y en las costumbres enraizadas y por tanto reacios a adoptar los vientos de cambio y supuesta liberación de los corsés religiosos que viene a traer el joven maestro de nombre Diuishen.
La película plantea de un modo muy inteligente y para nada partidista los fundados esfuerzos llevados a cabo por el terco Diuishen, quien luchará contra las inclemencias ambientales y humanas para tratar de imponer su ideología a unos habitantes rurales más interesados en seguir pastoreando con sus rebaños de ovejas y cabras que en adoptar una nueva visión demoledora de su prehistórica sociedad. En este sentido, la cinta expondrá los inútiles esfuerzos de Diuishen para convencer a los padres de los niños de la localidad que dejen acudir a sus hijos a la escuela para su alfabetización. Un suceso que topará con la intención de esos progenitores de enseñar a sus vástagos los viejos trabajos campesinos. Igualmente Diuishen tropezará con la visión ultra-religiosa y dictatorial del mulá del pueblo, un personaje contrario a la libertad ideológica y sexual que desea implantar el maestro comunista quien peleará contra el protagonista del film por el amor del único personaje del pueblo —junto con ese viejo pastor desdentado Kartambai que acogerá inicialmente a su llegada al profesor en su casa— que parece aceptar de buen grado la presencia del maestro en el pueblo: la huérfana Altynai, una bella adolescente que fue adoptada por una familia de pastores para ejercer más una labor de esclava laboral que la de una hija en todo su sentido. Y es que Altynai se enamorará súbitamente de Diuishen al que percibirá como una vía de escape de su opresora vida guiada por el salvajismo primitivo ajeno a la razón.
Sin embargo, aunque la cinta pueda en un principio apostar por la renovación y modernización que la aceptación de la doctrina comunista supondría en estos pueblos primarios, el mensaje que desprende el film se halla sumamente alejado al de una obra de mera propaganda política. Y este aura no partidista se consigue gracias a la concepción de la película como una fábula que demuestra lo iluso que resulta intentar destruir los cimientos de una sociedad aislada del mundo occidental asentada igualmente desde tiempos inmemoriales en la tradición y la religión. Un punto muy acertado y poético del film consiste en mostrar lo maleable y fácilmente moldeable que es la mentalidad de los niños —personajes que si bien en un principio no entenderán las enseñanzas de su profesor, con el tiempo aceptarán sus dogmas mostrando pues una mayor aceptación hacia esa nueva visión del mundo que pretende imponer el recién llegado—, pero lo indeclinable que resulta romper los vínculos con la tradición en la población adulta, ya que éstos verán la presencia de Diuishen más como una amenaza en su forma de vida que como una oportunidad de libertad y mejora.
De este modo, la película desviará su camino patriótico hacia una deriva mucho más crítica y reflexiva, demostrando la quimérica utopía que supone la imposición ideológica contra la voluntad de una sociedad que nada tiene en común con los pensamientos y filosofías llegados de occidente. Este choque oriente-occidente, tan de rabiosa actualidad aún en nuestros días, es plasmado por Konchalovsky con una cercanía y realidad muy sugerente y atractiva, optando pues por la simple descripción de los hechos sin demonizar ni ensalzar a ninguno de los contendientes del conflicto. Tomando por tanto una posición imparcial que engrandece el resultado final del film. Por si el tratamiento temático de la cinta no fuera lo suficientemente atractivo, hay que resaltar la espectacular fotografía en blanco y negro de los parajes y montañas del Kirguistán, de una atmósfera muy ecologista (maravillosa sin duda es la escena en la que el profesor luchará contra las heladas aguas del río que separa a sus alumnos de la escuela donde intentará construir un puente con los guijarros que sobresalen de los torrentes del río, o la metafórica escena final que plantea la lucha de tradición y modernidad en la que el profesor y su viejo amigo Kartambai talarán juntos el árbol que reina en mitad del pueblo ante la amenazadora mirada del resto de habitantes del mismo), así como la magnética interpretación de los habitantes de la aldea, que a pesar de su carencia de experiencia en el arte escénico dotarán al film de un halo neorrealista y cercano gracias a su magnífica actuación que para nada tiene que envidiar a la de un actor profesional. Sin duda El primer maestro es una obra cumbre de la cinematografía soviética y un maravilloso debut de un director que marcó un antes y un después en la forma de hacer cine en la Europa del Este.
Todo modo de amor al cine.
Sería bueno darle el crédito a Ghinguiz Aitmatov, narrador, filósofo y veterinario kirguiz, el escritor de esta fabulosa historia.