El debut en el terreno del largometraje del ucraniano Miroslav Slaboshpitsky sigue los pasos de su cortometraje Deafness del 2010, donde nos llevaba tras unos jóvenes sordomudos en sus horas posteriores de clase. The Tribe recupera la premisa inicial hasta los 130 minutos que dura el filme siguiendo el día a día de un aparente idílico colegio para niños que se comunican mediante el lenguaje de signos pero que en el fondo esconde un terrible secreto; el lugar está pervertido y podrido por una espiral de violencia de la que nunca se puede salir y sólo queda la opción de formar parte de ella como víctima o verdugo.
The Tribe es una película a todas luces excesiva, sobre todo en su parte final y tras una primera mitad que te deja enganchado a la butaca sin poder huir en un crescendo de imágenes duras entre las que destaca en un aborto clandestino o un final abrupto y pretendidamente impactante que sin embargo no desentona con todo lo anterior visto ni con la evolución lógica de sus personajes. De todas formas, más allá de esos momentos donde el cineasta se excede con una crudeza ¿gratuita?, lo que consigue que la película sea una de las propuestas más sorprendentes de la temporada es el uso del diálogo y la acción inmediata a ella.
Me explico. No es que en la obra de Slaboshpitsky no haya diálogo. Lo hay y a montones. Lo que pasa es que este diálogo se desarrolla en la lengua de signos ucraniana, por lo que el espectador no es que pueda entender mucho a priori. Pero da igual. Porque el gran acierto de la cinta es crear la pregunta en quien observa la cinta para luego ver la acción de los personajes y su consecuente respuesta. Más fácil; en ocasiones nos intriga la posible conversación que mantienen los personajes para a continuación descubrirlo mediante acciones. Porque la película está llena de acción como medio para comunicarse con el espectador. Y sí, eso es el maldito ABC del cine, pero alcanza toda la gloria posible.
Por otra parte, los personajes resultan ser increíblemente expresivos en sus conversaciones. Nos transmiten su sentimiento a la perfección. Los vemos en ocasiones furiosos, y no entendemos el porque hasta la acción posterior. Vuelvo a insistir, es tan simple que asusta, pero crea una adicción al relato y la incertidumbre de lo que pasará a continuación.
A parte de este modo de contar las cosas, el punto de vista en ocasiones es el de un mirón que si puede escuchar lo que sucede, lo hace. De hecho, somos el único personaje que puede oír el entorno de los personajes. La introducción pasa por ser imprescindible para acercarnos en ese mundo y llevarnos del exterior al mundo del internado.
También tenemos, como decía, una cinta dura, donde un recién llegado aprenderá cómo funcionan las cosas y comenzará a escalar posiciones en una organización criminal dedicada a multitud de turbios asuntos, pero sobre todo a la prostitución de las propias menores del centro. El seguimiento exhaustivo de la actividad criminal le deja a uno sin aliento, aunque he de reconocer que llegado a cierto punto parece repetirse y recrearse en el mundo “cutre” de esas chicas que se van todas las noches con los camioneros de la zona por un poco de dinero que administran los cabecillas e incluso profesores del centro.
Sin duda cae en excesos, y nunca se ahorra de mostrar en todo su esplendor una escena dura, sea un aborto, relaciones sexuales o un ataque a un transeúnte.
Tal vez cabe preguntarse si todo lo visto no acaba siendo un poco banal o vacío, pero el relato funciona como un microcosmos pervertido, un país de las maravillas tan corrupto o más que el mundo real y la imposibilidad de devolverlo a su supuesto estado inicial.
Sólo queda combatirlo con sus propias armas.