Es, quizá, el hecho de que el cine de terror viva una de sus peores etapas cinematográficas, plagado de ‹remakes› y precuelas (y por ende, total escasez de ideas), la principal razón por la que se ha terminado estigmatizando. Sólo cabe recordar títulos tan dignos como The House of the Devil o Isolation, que pasaron desapercibidos en su momento, para dar fe de ello. Esa estigmatización no atañe únicamente al género en sí, también a cineastas tan interesantes y renovadores (propuestas como Los renegados del diablo lo corroboran) como el propio Rob Zombie, que tras una década dedicada a un subgénero tan recurrente como el ‹slasher› (al que, sin embargo, ha sabido dar su sello particular incluso en films no tan reivindicables dentro de su filmografía como La casa de los 1000 cadáveres), llega ahora con una de sus obras más libérrimas y personales, esta The Lords of Salem que rescata un relato ancestral de brujería trasladado al Salem actual en el que la aparición de un vinilo de macabra sintonía traerá consecuencias inesperadas.
Precisamente la sintonía de ese vinilo, junto con otros elementos que se repiten durante toda la película (una puerta con el número cinco, la aparición de una bruja en proceso de descomposición…) marcan una predilección por el terror clásico que se ve cimentada en una estructura episódica; no es casual la composición que va siendo perfilada por pequeños puntos de mini-clímax que marcan momentos clave en la película de Rob Zombie (la primera presencia de una bruja ante Heidi, su visita a una pequeña iglesia local, la apertura —como no podía ser de otro modo— de esa misteriosa puerta…) y otorgan un sentido a esa narración tan pausada que nos lleva de la mano en un film que encuentra su mejor baza en un tono que se aleja de ese salvajismo imperante hasta el momento en la filmografía de Zombie para acogerse a matices que crean un universo más atmosférico.
Visualmente alejada de sus anteriores trabajos, en The Lords of Salem nos encontramos con un Rob Zombie distinto, distanciado de esa estética sucia y feroz predominante en Los renegados del diablo para decantarse por una simetría de lo más idonea, así como un cromatismo que entronca directamente con el discurso de la película y potencia visualmente la propuesta cuando esta lo requiere. De este modo, sus imágenes forman un mosaico que define la obra poco a poco, y que incluso cuando no asistimos a ninguno de sus episodios de mayor importancia la sostienen sin demasiado esfuerzo.
En ese sentido se podría definir la propuesta como un relato casi esotérico en ocasiones (todo ello reforzado por esos ‹flashbacks› que nos remiten a la historia original de Las brujas de Salem), que se mueve en sus primeros compases entre los lugares de ese bloque con un aura de misterio (aunque el devenir de la trama no conceda espacio a ese misterio como si sucedía en La semilla del diablo, película a la que nos puede remitir perfectamente), para dar paso más adelante a una acción donde algún que otro delirio marca de la casa hace acto de presencia (la aparición del feto, o los propios ‹lords› en una de sus secuencias más enardecidas) y culminar con uno de esos montajes tan personales del cineasta que funciona mejor de lo que podría parecer a priori, más en una cinta de los tintes de esta The Lords of Salem.
Hay que reconocer, pues, los méritos a un Rob Zombie que apela con valentía y lanza, casi como si de un grito desesperado se tratase, un film que emana virtudes capitales en su estructura; unas virtudes que parecían perdidas en el cine actual (solo hay que fijarse en el rechazo del público a películas como Wolf Creek, uno de los mejores ‹slashers› de la pasada década), las empuña con una convicción desconcertante (más, tratándose de quien se trata) y no se desprende de ellas hasta una conclusión atinada, que huye de lo explícito como si el cineasta de Massachusetts viviese en una etapa distinta a la del cine de terror moderno, y nos deja inmersos en el más puro horror. Un horror de tonos, de contención, de espacios… pero horror, al fin y al cabo. Hacía tiempo que no se vivía algo como lo acontecido en el Salem de un insobornable director al que, por si cabía duda alguna, no habrá que perder de vista.
Larga vida a la nueva carne.