Hace pocos meses escribí en Cine maldito sobre Cristo se paró en Éboli, sin duda una de las películas más cautivadoras del cine italiano de finales de los setenta y para un servidor una de las más grandes obras de toda la historia del país trasalpino. No adivino a acertar el porqué de mi fascinación hacia esta fabulosa cinta de Francesco Rosi. Quizás siempre he sentido una atracción enfermiza en torno a aquellos films que reflejan de modo poético y subliminal ese choque de culturas que supone el encuentro de la intelectualidad y el raciocinio con la tradición y las formas de vida primitiva en peligro de extinción ante la amenaza que el progreso infiere en el ancestral mundo rural. Para mí, la esencia del ser humano únicamente sigue vigente en las relaciones que aún no han sido infectadas por la tecnología y las modernas formas de procesamiento de la información, modelos que a base de dictar las normas sumariamente aceptadas por la mayoría social han causado el ahogo de la auténtica naturaleza del ser humano introduciendo formas de comunicación que han avivado más la incomunicación y el hostigamiento vital que el propio intercambio afectivo entre nuestros semejantes.
Aparte de este punto ideológico, la cinta basada en la novela autobiográfica de Carlo Levi poseía un atributo ciertamente magnético: el retrato del cosmos del exiliado político y esa lucha por salvar y adaptarse a la opresión que la carencia de libertad obligada por las creencias filosofales impone a la persona. Estos dos puntos esquemáticos que ostentaba la película protagonizada por Gian María Volonté se hallan presentes en una de las más atractivas y sugerentes cintas del cine latinoamericano de los noventa, la absorbente película chilena La frontera, posiblemente una de las primeras muestras de cine puramente chileno emanadas tras el abandono del poder de Augusto Pinochet en el año 1990. La frontera es un símbolo no solo de la cultura cinematográfica de Chile, sino también de la transición política que tuvo lugar en nuestro país hermano a principios de la década de los noventa, transición que mantuvo no pocos puntos en común con la habida en la España de finales de los setenta. Y es que a pesar de no mencionarse de manera explícita a lo largo del metraje del film, se percibe de manera muy poética y soterrada un dibujo crítico y doloroso de las consecuencias que la dictadura infringió en aquellos ciudadanos que lucharon y se enfrentaron con las doctrinas imperantes vertidas por los dueños del poder.
El proyecto pudo salir a la luz gracias a esa empresa enriquecedora, que debido a la maldita crisis tanto cultural como económica parece haber desaparecido de la faz de la tierra, que supusieron en el pasado las co-producciones hispano-latinoamericanas. De esta manera, el cineasta chileno de origen vasco Ricardo Larraín, un reconocido publicista que igualmente ha desempeñado una interesante carrera como realizador cinematográfico, junto al argentino Jorge Goldemberg, lograron trasladar a la pantalla el magnífico texto que escribieron al alimón, un guión que emanaba la intención de sus autores por reflejar la lucha del ser humano por defender su dignidad y derechos fundamentales aún cuando se ha visto despojado de su más preciado derecho: la libertad.
La trama arranca mostrando a tres hombres viajando en un coche con destino en principio desconocido. De las conversaciones mantenidas entre ellos se percibe que uno de los pasajeros del automóvil, el profesor de matemáticas Ramiro Orellana, se encuentra incómodo con la compañía de sus colegas de viaje. Pronto descubriremos que Ramiro está siendo transportado por un par de agentes de policía hacia la frontera, un desolado paraje situado en el extremo sur de Chile devastado por los maremotos y las inclemencias atmosféricas, únicamente habitado pues por una serie de pobladores que han renunciado a las comodidades del mundo moderno por elección u obligación, dado que el matemático ha sido condenado a exilio en los últimos días de la dictadura de Pinochet por haber firmado públicamente una carta redactada en favor de un colega de profesión catalogado como enemigo del Régimen.
Este punto de partida servirá a Larraín para trazar una magnética epopeya muy influenciada por el realismo mágico ideado por el tristemente desaparecido Gabriel García Márquez, conectando con talento y maestría los ritos pretéritos del mundo marcadamente rural que domina la atmósfera de La frontera con las peripecias vitales experimentadas por el intelectual Ramiro Orellana, hecho que producirá un inicial choque de convivencia que se irá atemperando a medida que el maestro de matemáticas se acomode a la sencillez de la vida campestre así como en el momento en el que empiece a conocer y a tomar contacto con la personalidad de los moradores de esa prisión terrenal en la que se halla confinado.
Si bien en un principio Ramiro será obligado a firmar los partes de control a los que le somete el Delegado del Gobierno y a hospedarse y trabajar como ayudante del párroco del pueblo (un anglosajón que trata en vano de impregnar entre los habitantes del término las doctrinas cristianas, adoptando igualmente entre sus escasos feligreses a agnósticos y ateos), los invisibles efectos del transcurrir del tiempo permitirán al pedagogo conocer a la bella y promiscua Maite (una mujer de origen español que emigró con su familia a Chile huyendo de la dictadura franquista gracias a la mediación del poeta Pablo Neruda, que malvive entre las ruinas de su hogar con su demente padre, un anciano anarquista derrotado por la vida que añora y odia a su tierra natal a la que sabe que difícilmente volverá algún día) con la que Ramiro volverá a saborear las mieles del amor después del fracaso de su primer matrimonio. Asimismo el profesor Orellana conocerá a un extraño buzo, fascinado tanto por hallar los misterios que originan los temibles maremotos como en localizar viejos objetos de valor incalculable en el fondo del mar que descubrirá a Ramiro los enigmas que esconde las fauces de la impredecible mar.
Pero estos esquemas argumentales únicamente son la excusa perfecta que permitieron a Larraín esbozar una fábula de tintes oníricos y mitológicos en la que se muestra la lucha del ser humano por la libertad a pesar de las inclemencias ambientales, políticas y afectivas con las que nuestro protagonista tropieza en su camino. Con una sencillez cargada de maestría, el cineasta chileno construyó una película cargada de lirismo y nostalgia en la que apenas se atisba el paso del tiempo, sino que da la sensación que éste se ha detenido en esa Matiora chilena que es La frontera. La cotidianidad y las rutinas silvestres únicamente serán molestadas por la llegada de forasteros suspendidos en la balsa que une la civilización urbana con la primitiva (sin duda una de esas rupturas temporales se producirá con la visita de la ex-mujer y el hijo de Ramiro, encuentro que denotará el abismo que separa la modernidad con el universo arcaico que acaba conquistado la aquiescencia del matemático).
La poesía que desprenden las imágenes de esta obra cumbre del cine chileno se ornamentan con una preciosista fotografía que recuerda especialmente a las oníricas imágenes ideadas por el genio Andrei Tarkovski, que resaltará la belleza salvaje de los paisajes chilenos en los que tiene lugar el desarrollo de la historia. La grandeza de las hermosas imágenes que brotan de La frontera no habrían obtenido unos resultados tan sobresalientes sin la presencia de un elenco de actores en estado de gracia que da el do de pecho en cada una de las escenas que hilan el devenir de los acontecimientos narrados por Larraín, siendo especialmente reseñable la impresionante interpretación de Gloria Laso como esa expatriada española con serios problemas psicológicos, así como la contenida y reposada interpretación de Patricio Contreras en el rol de Ramiro Orellana, cuya mirada se mimetizará con el entorno exhibiendo así la intensa mutación que se observará en el interior de su personaje.
La cinta contiene infinidad de alegorías poéticas que enriquecen el contenido trascendental del film. Muy inteligente es la calificación inicial del recién llegado al cual los habitantes originales de la frontera otorgarán el calificativo de terrorista (en cierto sentido, la llegada de Ramiro supondrá una amenaza para el status quo del pueblo cuya presencia dibujada por la lógica urbana y académica engendrará una especie de acto terrorista que pone en peligro la estabilidad del sistema rural aceptado) y también fascinadora resultará la estupidez burocrática de los representantes del gobierno central, hecho que permite a Larraín insuflar unas beneficiosas gotas de humor satírico a la trama gracias al esbozo de unos personajes marcados por la caricatura y la insensatez, más preocupados por cumplir escrupulosamente las irracionales normas de sus amos que en aplicar la lógica y el sentido común (ya que es imposible que el reo pueda huir sin su propia complicidad, ya que son estos mismos delegados los encargados de gestionar los viajes de la barca que supone el único medio para escapar de las tierras de la frontera). Indudablemente metafórico será el final con el que Larraín decidió concluir su fábula, todo un símbolo que conecta el hundimiento de la pequeña dictadura instaurada en tierras de la frontera con el final de la dictadura chilena que fue arrollada por los anhelos de democracia de una sociedad deseosa de desprenderse de las cuerdas que atenazaban sus querencias de libertad, siendo los recuerdos del pasado esa memoria que debe permanecer viva (sin duda la obsesión de otro genio chileno como el gran documentalista Patricio Guzmán) para evitar que esos errores vuelvan a reproducirse en ese incierto y azaroso futuro.
La frontera fue uno de los grandes éxitos del cine chileno de los noventa, alzándose con el Oso de Plata en el Festival de Berlín, así como numerosos premios internacionales (incluido el Goya a la Mejor película latinoamericana), convirtiéndose por tanto en la lanzadera que permitió ascender al cine chileno a las cotas de magnificencia que hoy en día podemos disfrutar. Una joya del cine hablado en español que no debemos dejar que caiga en el olvido que se degusta con el sabor que deja el cine contemporáneo que ha alcanzado el Olimpo de los grandes clásicos del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.