Como colaborador que soy de una web que tiene a bien denominarse Cine Maldito, orientada a rescatar del olvido aquellas obras o cineastas que no ostentan el reconocimiento unánime del gran público, me sentía en la obligación (sin querer dar sensación de ser un petulante que se cree poseedor de la verdad sobre el cine) de incluir dentro de los contenidos de la misma una obra del que para un servidor fue el primer (si no el primer, si de los primeros) maldito de la historia del cine: el extravagante y genial Erich Von Stroheim. Resulta ciertamente sorprendente que la figura de Stroheim sea más conocida en la actualidad por el papel autoparódico que le reservó en su genial Sunset Boulevard su paisano Billy Wilder que por su fascinante carrera como director, la cual salvo ese oasis en el desierto que representa Avaricia continúa siendo una gran desconocida entre los aficionados al cine y las reviews de cine clásico. Y es que la filmografía de este estadounidense nacido en Viena de ascendencia azarosa (conocido es que a Stroheim le gustaba aparentar entre sus colegas estadounidenses que procedía de una familia aristocrática del Imperio austro-húngaro, hecho totalmente inventado por la imaginaria mente del austriaco) constituye uno de los compendios más fascinantes, transgresores e innovadores de la historia del cine como así demuestran cintas de la categoría de Esposas frívolas, La reina Kelly, La viuda alegre o la elegida para protagonizar esta reseña, la espectacular La marcha nupcial. La filmografía como director de Von Stroheim fue corta, pero compacta, quizás motivada esta escasez de títulos por el carácter visionario totalmente adelantado a su tiempo que ostentó el vienés a lo largo de su trayectoria como realizador cinematográfico, siendo esto un punto que chocó de frente con el adoctrinado y pacífico carácter de los grandes productores del Hollywood de los años veinte, más interesados estos en producir obras sencillas destinadas a entretener al público que en sacar a la luz cintas provocadoras alejadas de los cánones establecidos.
La biografía de Stroheim fue una película en sí misma. Nacido en Viena procedente de una familia de comerciantes judíos, emigró a los EEUU en plena juventud debiendo por tanto ganarse le vida en multitud de empleos (actor, cantante, charlatán, vendedor de mágicos elixires…) para aportar los ingresos necesarios con los que sustentar a sus progenitores. Sin embargo, lo que realmente fascinaba al joven Stroheim era el mundo del cine por lo que decidió embarcarse en este enrevesado universo iniciando sus pasos en el mismo como especialista de escenas peligrosas. Poco a poco, el vienés fue despuntando como extra y no tardaría pues en comenzar una exitosa carrera como actor gracias a la confianza que depositó en él un pionero de la talla de Jack Conway. Un punto de inflexión en la carrera del austriaco fue su contacto con el maestro D.W. Griffith, director con el que trabajó como actor en la mítica El nacimiento de una nación y con el que también colaboró, en este caso como ayudante de dirección, en la magistral e hipnótica Intolerancia. Las enseñanzas de Griffith (otro maestro que llevó una carrera al margen de los deseos de los grandes estudios) sustentaron el carácter indómito, marginal e independiente con ciertos trazos de megalomanía del gran Stroheim. Como no podía caber duda, el director de Los lirios rotos sintió una fascinación casi instantánea por la personalidad extravagante, recargada y de trazos absolutamente delirantes que exhibía Von Stroheim, adoptándolo casi como a un hijo cinematográfico adoptivo al que insuflar sus enseñanzas cinéfilas (hasta tal punto llegó la conexión entre estos dos genios que Griffith otorgó al villano de su magnética Corazones del mundo el nombre de Von Strohm pensando como no podía ser de otra forma en su pupilo, alumno que igualmente además de ejercer labores de ayudante de dirección en esta obra de su maestro, apareció en un cameo testimonial totalmente arrebatado en esta cinta dirigida y escrita por su mentor). Así, en 1919 el austriaco debutó en la dirección de la mano de otro grande como Carl Laemmle con Corazón olvidado, un extraño drama de atmósfera muy europea caracterizado por esa querencia al libertinaje (desde el punto de vista tanto sexual como dialéctico) que marcó la carrera del autor europeo. La cinta fue un rotundo éxito que permitió al ínclito actor seguir desempeñando su carrera como director.
Con una libertad total, otorgada por el hecho de ser su propio guionista, Stroheim iría marcando su territorio como autor esbozando el personaje que marcaría toda su carrera: el de un decadente aristócrata prusiano (auténtica obsesión que perturbaba la personalidad del director de Avaricia) poseedor de un carácter libertino, sórdido y frívolo que simbolizaba de alguna manera el carácter crepuscular de la aristocracia europea de partida frente a la modernidad de la sociedad estadounidense de acogida, personajes todos ellos que esbozaban un carácter egoísta, mezquino y caprichoso más interesado por el dinero, el bienestar propio y los amores de conveniencia en lugar de por la felicidad que otorgaba el amor verdadero así como el ejercicio de la solidaridad con nuestros semejantes. Aparte de este punto meramente argumental, Stroheim vertería en su cine el aprendizaje absorbido de sus trabajos con Griffith dotando a sus obras de una puesta en escena rotundamente moderna y magnética, alejada de la rigidez y el histrionismo típico del cine mudo de los años veinte, insertando pues en ellas conceptos tan vanguardistas en aquellas fechas como la profundidad de campo, el realismo derivado de la localización de la trama en escenarios exteriores, una fotografía apoyada en unos innovadores movimientos de cámara, el empleo recurrente de la técnica del plano/contraplano y finalmente unos decorados suntuosos que a pesar de su espectacularidad no lograban desviar la atención del espectador de las tramas amorales, morbosas e implícitamente indecentes que marcaron el cosmos y las obsesiones de este genio del séptimo arte y que acabarían chocando con la hipócrita e intolerante (contrariamente a lo que Stroheim creía ver) sociedad estadounidense.
Tras los quiméricos rodajes que supusieron para Stroheim tanto Esposas frívolas como Avaricia, sin duda sus dos obras más populares y porque no decirlo emblemáticas, y después del lapso temporal que supuso en su carrera una cinta como La viuda alegre, el rebelde austriaco desembarcaría en un gran estudio como la Paramount Pictures para dirigir una especie de vodevil muy en la línea de su anterior obra como director que se titularía La marcha nupcial. Desgraciadamente la cinta fue otro enorme fracaso de crítica y público lo que llevó de nuevo a Stroheim a enfrentarse de forma radical con las exigencias de los grandes estudios estadounidenses, siendo pues esta una de las últimas gotas emanadas de la sórdida cabeza de este seminal maldito al que pretendemos homenajear con esta reseña. A pesar de que en su momento los espectadores que acudieron al cine no entendieron lo que Stroheim pretendía transmitir en La marcha nupcial (sin duda una película demasiado cínica, ácida, desalentadora y grotesca para ese americano medio de los años veinte que principalmente iba al cine a buscar un entretenimiento para toda la familia culminado con un happy end), a día de hoy la película conserva intacta toda su fuerza, raza y vigor (a pesar de la desaparición de más de 4 horas de rodaje así como de esa segunda parte de la obra que fue La luna de miel, hoy totalmente evaporada), siendo para mi gusto una de las cintas no solo más entretenidas de Stroheim a ojos de un espectador contemporáneo sino que del mismo modo uno de los mejores frescos que el cine mudo estadounidense legó a los amantes del arte más cínico y transgresor desde el prima del revestimiento argumental.
La cinta presenta todas las características y obsesiones que acompañaron a Stroheim en su trayectoria como realizador de films. Así, nuevamente el vienés interpretó a ese prusiano avaricioso, interesado y lascivo para el que el amor era meramente un juego amparado en los más bajos instintos de placer sexual. Sin duda una corrosiva representación de esa casta improductiva y dictatorial que rigió los destinos de Europa en la Edad Media y que aún luchaba por mantener su estatus privilegiado a costa de devorar las cándidas almas del trabajador proletario. La película fue dirigida por Stroheim combinando un ritmo trepidante y moderno (adelantado a su tiempo tal como hemos comentado en párrafos precedentes) con un dibujo ciertamente cruel y sutil del perfil de los diferentes protagonistas que aparecen en la trama, regando igualmente la mayor parte del viaje con un caustico humor negro que servirá para urdir una sibilina denuncia de los corruptos tejemanejes de esa aristocracia zafia y decadente a la que tanto le gustaba ridiculizar al bueno de Stroheim.
Desde el punto de vista de la trama, el director de La reina Kelly narra la historia de un juerguista y vago príncipe llamado Nicki al que las fiestas y su amor al vino y a las mujeres han arrastrado a una acuciante situación económica. Incapaz de ejercer un trabajo productivo y remunerado, el mujeriego Nicki solicitará a su aristocrática familia ayuda económica para poder seguir con su desenfrenado ritmo de vida. Por este motivo, y debido a que la familia igualmente está atravesando un complicado momento económico, Nicki prometerá a su madre (con la que mantiene una extraña relación tal vez demasiado cercana y afectuosa) que se casará por interés con una rica y fea heredera perteneciente a la nueva burguesía. Sin embargo, durante la celebración de un desfile militar al que Nicki acude por su pertenencia al ejército imperial de su país, el alegre vividor conocerá a una espectadora llamada Mitzi (interpretada nada más y nada menos que por la guapísima Fay Wray en uno de sus primeros papeles en el cine luciendo un pelo moreno que no desvirtúa para nada el bello rostro de la protagonista de King Kong) que a pesar de estar acompañada por un chabacano tendero que pretende su amor concentrará la atención del oficial castrense.
De este modo el joven aristócrata seducirá a la inocente joven a pesar de que su familia se halla inmersa en la negociación del matrimonio de conveniencia de su vástago con la hija de un rico industrial compañero de aventuras extramatrimoniales del cabeza de la estirpe. Los contactos amatorios del galán con su pobre enamorada no impedirán que Nicki continúe ejerciendo su adicción al juego y a las mujeres en fiestas de sociedad, si bien a medida que transcurre el tiempo la afinidad de la pareja se irá haciendo más fuerte. Parece que el juerguista se ha enamorado de verdad y profundamente por fin de una mujer, siendo este suceso un aspecto que puede hacer peligrar la celebración de la boda de conveniencia ideada para aliviar los problemas económicos de la familia de Nicki. Sin embargo, las presiones y el carácter egoísta del aristócrata acabarán sucumbiendo a la necesidad, abandonando pues a su suerte a su amor verdadero en favor de la comodidad económica que supone un amor pactado.
Tomando como base esta sencilla historia de desamor, el cineasta de origen austriaco exhibirá toda su grandeza y sus recursos de estilo dando lugar a una obra maestra hipnótica por la que parece no haber pasado el tiempo. Y es que las dos horas de duración del film pasan en un abrir y cerrar de ojos gracias a la hechizante técnica cinematográfica desplegada por Stroheim que demuestra el carácter esteta puramente visual de este auténtico genio del cine. En este sentido, la cinta está plagada de escenas de una belleza plástica sin igual que denotan el talante pictórico de Stroheim a la hora de trazar los espacios que sirven de escenario para el desarrollo de la trama. Pero Stroheim no solo logra hipnotizarnos con su puesta en escena, también con sus sutiles alegorías, plenas de contenido sexual explícito, delineadas a partir de las miradas lascivas de los protagonistas así como con unos insinuantes y barrocos contactos carnales que denotan el gusto del vienés por los aspectos más sórdidos del ser humano (fascinante sin duda es la escena en la que se insinúa el primer contacto sexual de la pareja a orillas del Danubio, filmada con una atmósfera que desprende un talante onírico e irreal).
Asimismo, Stroheim lanza una inspirada denuncia en contra de esa clase social crepuscular, inútil y decadente incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos y devorada por la necesidad que deberá humillar su casta ante la nueva burguesía capitalista, una burguesía que igualmente en lugar de perseguir la revolución social buscará una extraña vinculación con las viejas tradiciones para alcanzar ese estatus social ansiado a través de matrimonios pactados con sus antiguos jefes y enemigos, plasmando así de forma fidedigna la hipocresía que caracteriza al ser humano. En las escenas más espectaculares del film, adornadas con la presencia de incontables extras que otorgan un halo de exageración ancestral ciertamente seductor, se nota la mano de los técnicos de un gran estudio como la Paramount Pictures, todo ello mezclado con las aspiraciones de llamar la atención de un Stroheim que igualmente decidió desmarcarse de lo convencional introduciendo una secuencia de corte experimental fotografiada a color (la de la marcha castrense en la que Nicki conocerá a su enamorada), algo muy de moda en el cine mudo de la época (ya Cecil B. De Mille decidió insertar este recurso en su El Rey de Reyes). Otra técnica vanguardista empleada por Stroheim en La marcha nupcial fue el montaje en paralelo “Griffithiano” (no cabe duda que aprendido por el maestro en los rodajes que compartió con el pionero del cine estadounidense), siendo especialmente magistral el que contrasta la escena de amor en la que los enamorados tendrán su primer contacto carnal a orillas del río Danubio (de una belleza plástica y estética supina y onírica tal como ya hemos comentado) con una escena de tono mucho más sucio y grotesco en la que los padres de la pareja se hallan disfrutando de una noche de desenfreno en un mugriento burdel, montaje que confrontará de pleno la belleza del amor verdadero con la ruindad del interés económico.
Como no podía ser de otra manera, la cinta se le fue de las manos a Stroheim, dado que su carácter megalómano y visceral provocó que el presupuesto inicial se disparara debido a la excesiva prolongación de los días de rodaje. El vienés efectuó un montaje de más de seis horas de la película que por supuesto fue rechazado por los productores de la Paramount. Sin embargo, Stroheim consiguió convencer a estos para que la película se dividiera en dos episodios, de dos horas de metraje cada uno, compuestos por La marcha nupcial y por un segundo capítulo titulado La luna de miel que arrancaría justo en el momento en el que culminaba de una manera sumamente poética y fatalista la cinta objeto de esta reseña. Desgraciadamente esta segunda parte del film se halla desaparecida sin posibilidad por tanto de exhibición, lo cual ha contribuido si cabe aún más al malditismo de La marcha nupcial.
Nuevamente la desgracia y la mala suerte tocaron la carrera de Stroheim, que agonizaría en los años siguientes para terminar muriendo. A pesar de su escueta carrera, los aficionados al cine podemos seguir deleitándonos con el arte de un autor sin parangón que con La marcha nupcial alcanzaría uno de los puntos más brillantes de su excelente obra logrando demostrar que incluso en los incipientes años del cine mudo era posible aunar con virtuosismo y talento un cine entretenido cocinado con mano maestra por un experimentado chef, formando así junto a su colega D.W. Griffith y el danés Carl Theodor Dreyer el club seminal del cine de autor, muchos años antes de que este concepto adquiriera connotaciones mesiánicas allá por finales de los años cincuenta. ¡Bravo maestro!
Todo modo de amor al cine.