No es Jerzy Skolimowski uno de esos cineastas que hayan tenido gran repercusión en el cine del viejo continente, y es que pese a llevarse el Oso de Oro en Berlín por una de sus primeras películas, La partida, obtener el Gran Premio del Jurado en Cannes por El grito —entorno a la que más tarde surgiría una especie de culto— y llevarse el Premio especial del Jurado hasta en dos ocasiones de Venecia —primero por su cinta El buque-faro, y más tarde (hace apenas 4 años) por Essential Killing, aquel film que llamó la atención de más de uno por estar protagonizado por Vincent Gallo interpretando a un soldado afgano—, el polaco nunca ha gozado de especial notoriedad entre crítica o público. No obstante, hablamos de un cineasta que ha sido capaz de ir dejando atrás etapas y de lograr una constante evolución de su cine que le ha llevado desde unos primeros títulos de trazo más experimental con cierta vocación surrealista hasta el marcado carácter autoral del que gozan films como El grito, Zona profunda o esa más reciente y ya mencionada Essential Killing; todo ello sabiendo, en ocasiones, captar la esencia de los lugares donde rodaba y trasladarla a un cine que por lo general ha girado siempre entorno a algunas señas muy determinadas.
Esa forma de tomar los rasgos de una cultura ajena a la de su país —recordemos que, además de en su Polonia natal, Skolimowski llegó a rodar en ciudades como Bruselas, Londres, Roma o Praga— para depositarlos en su obra ejerciendo incluso como atributo central de la misma, toma más fuerza que nunca en uno de los mejores títulos de su filmografía, esa Zona profunda que le trasladaba por primera vez al Reino Unido sólo unos años después de rodar una coproducción británica, Las aventuras de Gerard, realizada íntegramente en Roma. De este modo, el entramado cultural de la capital aportaría sus propios elementos al film, siendo música —el Reino Unido venía de una verdadera explosión en ese ámbito precisamente unos años antes, con la aparición de la llamada Ola inglesa, que triunfaría en Estados Unidos—, la moda —el fenómeno conocido como Swinging London llegaría a tierras british a inicios/mediados de los 60— y, en menor proporción, el fútbol —ni necesario es decir cual es una de las capitales mundiales de este deporte— algunos de los ingredientes que terminarían por configurar algunas de las cualidades del film.
En ese contexto, Skolimowski nos traslada a la rutina de un joven muchacho que empezará trabajar en una casa de baños de los suburbios de la capital inglesa, lugar en el que conocerá a una bella y descarada chica pelirroja que se fijará como uno de los ejes centrales de la obra. Él, virgen —algo que primero se insinúa en escenas como la del sujetador, y más adelante se confirma—, ciertamente inocente —no sabe manejarse ante los encantos (o no) femeninos de una mujer, y casi todas las que aparecen lo dirigen a su antojo— e incapaz de abordar temas cercanos entorno a una explosión sexual a la vuelta de la esquina —en ese sentido, uno de los diálogos (con algo doble sentido) mantenido con Susan, su nueva y atrevida compañera, es esclarecedor— choca casi frontalmente con esa belleza rojiza, que parece sentir una especial predilección por los hombres (con todo lo que ello conlleva la acepción de esa palabra), no se siente incomodada ante la confrontación con cualquier especimen del género masculino e incluso es proclive a iniciar jugueteos (la secuencia del cine es fantástica en ese aspecto) que parece saber manejar sin que se le escapen de las manos.
Esos primeros compases sirven al polaco para realizar una detallada descripción de ambos personajes que fluye entre imágenes y escenas construidas con mucha intención, capaces de desgranar tanto el carácter de los protagonistas como de mostrar las diversas aristas que harán de esa relación establecida entre Mike y Susan algo que rebase los límites de la pura atracción. Es así como ese periplo espoleado por lo que bien podríamos definir como la eclosión sexual del personaje de Mike terminará derivando en una extraña obsesión desarrollada en torno a esa pelirroja que va y viene sin que nada la pueda detener. Nuestro protagonista, que alega tener muy claro cuales son sus principios en cuanto a lo que supone establecer una relación se refiere, comenzará a desarrollar una extraña atracción hacia su «partenaire» al mismo tiempo que lidia con clientas de todo tipo en los baños, desde una rubiconda mujer de cierta edad obsesionada con el deporte rey, hasta una joven muchacha que parece querer ganarse su afecto (y algo más, claro) sin necesidad de forzar ese influjo femenino del que hablaba o, directamente, ejercer la fuerza. Los pasos de Mike están, no obstante, encaminados a continuar tentando su suerte entorno a Susan, que no parece más interesada en él que para algunos de sus escarceos, hecho que desatará los celos del joven en más de una ocasión (como acontece en la gran escena del extintor).
Esa obsesión descrita con trazo por Skolimowski (incluso un cartel a tamaño real de una chica desnuda parecida a Susan lo atestiguará) obtiene un reflejo mucho más liviano en el film de lo que cabría esperar (en especial, si tenemos en cuenta el factor psicológico, que en casos similares había ofrecido obras mucho más oscuras), y es que el cineasta no se desprende de esa particular vis humorística de la que ya había hecho gala en trabajos anteriores, resultando el tono de la obra algo ductil, y haciendo de esa maleablilidad una virtud para lograr que los caminos que va tomando el relato no coarten la progresión ni el tono e incluso se puedan continuar desarrollando del mismo modo a la par que es capaz de aportar otros matices que transformen Zona profunda en una experiencia mucho más completa. Todo ello queda reforzado por un tratamiento cromático que dota al film de cierta convergencia con el ambiente en el que se desarrolla y, sobre todo, a las relaciones establecidas por los protagonistas —esas paredes siendo pintadas de rojo en presencia de ella, o la escena en la que Susan visita la piscina mientras el director, con quién mantiene una relación, palmea a las chicas que están en ella, donde a través del fondo captamos cierta disonancia entre ambos—, por la especial atención que presta el polaco a esas escenas acuáticas de corte más bien onírico, que en cierto modo irán configurando el film en otra faceta mucho más madura y, sobre todo, por una magnífica banda sonora de Cat Stevens —ese elemento musical que había citado con anterioridad—.
El carácter disonante de algunos tramos del film —como esos extraños trayectos de Mike por la ciudad en busca de Susan— terminará cobrando sentido en un último acto que nos traslada al cine más fascinante y perturbador de Skolimowski. Aquel donde será capaz de otorgar un escenario en el que los deseos (prácticamente al desnudo) e inquietudes de ambos protagonistas queden reflejadas en un hipnótico pasaje que sirve para poner fin a una «rara avis» de esas que ofrece el cine europeo muy de vez en cuando. Capaz de tejer imágenes arrebatadoras, que resulta difícil no preservar en la retina, Zona profunda, que se sumerge de nuevo en ese despertar sexual y en esa obsesión donde amor, atracción y, quizá, sexo se funden en un tapiz difícil de describir y, en especial, de desentrañar, por aquello de lo contradictorios y caprichosos que pueden ser los anhelos del ser humano, es en definitiva otro pasaje misterioso y cautivador en el que las consecuencias terminan siendo rebasadas por los propios actos y, porque no, caprichos, y la desazón no desaparece ni con la consecución de un plano final que no podría ser otro.
Larga vida a la nueva carne.
Un análisis maravilloso de un film tan desconocido dirigido por un director polaco pero de un estilo indudablemente británico, me ha encantado.