Él es profesor de una pequeña autoescuela, ella es (o parece, más bien) una de tantas mujeres caprichosas que corren por el planeta… y se odian a muerte. Sus diferencias parecen irreconciliables hasta el punto de hacer rituales quemando fotografías o humillarse verbalmente con constancia, pero aquello que parecen posturas en polos opuestos bien podría dar un giro gracias a esos viajes que uno emprende para ver como su vida da un giro de 180 º hasta transformar el blanco en negro, o a la inversa. En efecto, hablamos de las «road movies», subgénero moldeador del alma humana por excelencia que quién sabe si podría acercar distancias insalvables… y, en medio de todo ello, Eyjafjallajökull, volcán islandés de nombre impronunciable que será precisamente el protagonista de propiciar la particular odisea emprendida por Alain y Valérie… a porrazos, claro.
Un viaje en avión de apenas unas horas, se convertirá así en un viaje en coche de miles de kilómetros para llegar al ansiado destino, Grécia, donde la “pequeña” Cécile, de nombre surgido de un capricho de su padre al oir una canción precisamente antes de ir a inscribirla en el registro, contraerá matrimonio. Un viaje repleto de amor, que se irá tiñiendo poco a poco en odio, en el odio que ambos se profesan.
Es así como Alexandre Coffre tira los muebles por la ventana y se presta a la comedia más desproporcionada, cafre y alocada. Algo así como un salto a la piscina… sin agua, claro. En definitiva, una película destinada a ser odiada por aquellos que prefieran la comedia refinada y estilizada, o amada por los que se decanten más por los toma-y-daca de insultos, porretazos y carreras a cada cual más dantesca. Servidor, en este caso, se decanta más bien por la segunda opción, y es que siendo consciente de las limitaciones que bien podría ofrecer un producto de las características de Eyjafjallajökull (o simplemente El volcán), el galo hace una de esas apuestas del todo por el todo, y el resultado final convence.
De entre sus grandes aciertos (tener a Dany Boon, ese emblema de la comedia francesa reciente, a la cabeza, ya lo es de por sí) destaca el papel co-protagonista de Valérie Bonneton: bajita, no muy agraciada y de voz no precisamente angelical, pero dispuesta a machacar a su «partenaire» desde el minuto uno. Porque si Boon es capaz de dominar los registros más gestuales de la comedia, ella se le echa encima como una exhalación y prácticamente no deja respirar al intérprete galo. En efecto, aquí las virtudes de Boon como actor quedan diluidas, pero poco importa si la escogida para acompañarle logra complementar al actor y hacer que la película no sea suya solamente, algo que en un caso como el de Eyjafjallajökull habría sido un tremendo error, y que Coffre termina subsanando con cierta traza.
El libreto del film, escrito a seis manos entre el director y dos guionistas más, también acierta en apenas dar momentos de respiro al espectador, y es que si algo requiere una comedia como esta es intensidad: que un gag suceda al siguiente sin que el espectador tenga tiempo siquiera de plantearse lo que está viendo, y es que la galería de personajes extravagantes y situaciones límite habla por sí sola.
En definitiva, Eyjafjallajökull no es una comedia que aporte ningún ingrediente innovador (ni lo pretende, ni falta que le hace), pero no obstante tiene asumido su rol y sabe perfectamente a qué puede aspirar. Del resto, se encargan un Dany Boon muy en su línea, una Valérie Bonneton que sorprende por su modo de manejar un personaje que a cualquier otra actriz fácilmente se le habría escapado rápidamente de las manos, y en especial los pocos complejos que muestra Coffre en el momento de maltratar a sus actores, y es que sin llegar al nivel de aquella La felicidad nunca viene sola protagonizada por Gad Elmaleh (que prácticamente quedaba emparentada con el «slapstick») el cineasta galo sabe aportar el toque diferencial y hace de su trabajo algo más que un vehículo para el lucimiento de Boon.
Larga vida a la nueva carne.