Han sido no pocos los que han señalado el academicismo del que hacía gala Jonathan Teplitzky en su último trabajo, algo que debido a las connotaciones dramáticas de esta Un largo viaje que precisamente está de estreno se pueda comprender como un modo de reformular el cine propio ante un relato de mucho más calado —aunque en su anterior trabajo, la inédita en nuestro país Burning Man, ya empezaba a dar señas de esa faceta más cercana al drama, pero sin exacerbarlo—, o sencillamente como un intento de dar el gran salto a Hollywood, algo que resultaría en cierto modo algo extraño dado que la Meca del cine ya debió rifarse al cineasta australiano allá a principios de siglo debido al taquillazo que supuso su ópera prima, una Mejor que el sexo (Better Than Sex en su título original) que, pese a ello, no ha permanecido en el recuerdo generalizado. No obstante, Teplitzky continuó en las islas moldeando un estilo y unas maneras que fue puliendo hasta llegar a esa citada Burning Man protagonizada por Matthew Goode, un film donde los juegos intertextuales desarrollados en su debut eran llevados a las últimas consecuencias adoptando quizá un carácter que terminaba por sobrepasar en cierto modo el propio relato haciendo del film una marca de estilo más que otra cosa.
Ese es el motivo por el cual esa olvidada primera incursión en la gran pantalla sea la pieza idónea para hablar de un cine que, habiéndose pulido durante estos casi tres lustros, mostraba la suficiente personalidad como para adentrarnos en la que hasta ahora ha sido la obra de Teplitzky.
Lo primero que llama la atención es un definido estilo formal que, pese a beber de otras fuentes ligadas a universos más instantáneos como el del videoclip e incluso el de la televisión, se muestra en Mejor que el sexo sólido y labrado a partir de una base que pudiendo ser afín a esas vertientes del audiovisual sabe encontrar en sus recursos una forma de expresión que se siente propia: buena muestra de ello es el modo en como Teplitzky filma o incluso captura los cuerpos, y es que si bien es cierto que ese fraccionamiento en la imagen al que recurre en ocasiones podría fácilmente sacar al espectador de la propuesta, la proximidad con que se acerca a ellos termina resultando mucho más poderosa que cualquier otro recurso estilístico. Ello, no obstante, conecta a la perfección con la temática del film, donde el cineasta se sirve de una relación esporádica para terminar relatando un periplo de (algo así como) amor, (un poquito de) desamor, pasión y, sobre todo, sexo.
Queda claro, pues, que el deseo o instinto ligado a lo carnal resulta importante para el director hasta el punto en que surge esa complicidad, y en el que ese enfoque dirigido a lo eventual se sume en un terreno más, digamos, apacible: donde ese mencionado deseo se imbuye en un regocijo que va asomando de tanto en tanto. La desnudez de los cuerpos de ambos actores (que prácticamente están más tiempo sin ropa que con ella) ayuda a construir esa sensación en la que esa propensión es suplida por algo más, y la naturalidad con que David Wenham y Susie Porter terminan adoptando sus roles en esa ¿relación? constriñe si cabe la sensación de que no hay un sentimiento único o, mejor dicho, no hay un sólo propósito en su devaneo.
Aunque Teplitzky se encarga de trabajar algunos aspectos que moldean su film, lo cierto es que con Mejor que el sexo no dejamos de encontrarnos ante un trabajo liviano, que sabe cual es el terreno en el que se mueve y prefiere juguetear con los roles de sus protagonistas o incluso con los tópicos (siempre desde un prisma despreocupado, que no transforme esa inseguridad de ella o esa supuesta firmeza de él en una molestia, sino más bien en algo que les acompaña a ambos) antes que adoptar un halo de gravedad que no la beneficiaría, en especial teniendo en cuenta esa forma de falso documental que adopta en ciertos momentos o la conexión que logra entre ambos protagonistas.
Es así como Mejor que el sexo se transforma, más que en un film injustamente olvidado, en un artefacto que sabe retozar con el género, moldearlo y esculpir uno de esos relatos pristinos, en el que no hay espacio para dobles sentidos y en el que la sinceridad y naturalidad con que el australiano enfoca su trabajo ofrece suficientes virtudes como para dirigirnos a esta (conscientemente) pequeña pieza que, podrá enamorar o no, pero desde luego es consecuente con su condición, algo mucho menos sencillo de lo que parece.
Larga vida a la nueva carne.