Cada vez que buceo en ese cine europeo desconocido y oculto a los ojos de los cinéfilos españoles durante décadas descubro auténticas joyas que alteran mi idea preconcebida acerca de las corrientes y concepciones que cimentaron el séptimo arte. No hace mucho tiempo, me pasó lo mismo cuando vi por primera vez esa auténtica obra maestra del cine japonés de fundamentos neorrealistas que es Los niños del paraíso de Hiroshi Shimizu. La visión de este auténtico monumento del cine profundo y existencialista provocó que me replanteara los verdaderos orígenes del cine neorrealista. De sobra es conocido que los historiadores y críticos ubican el origen de este movimiento en una Italia sumida en plena II Guerra Mundial en la que el genio Luchino Visconti fue capaz de levantar una obra cumbre del cine como fue Ossessione. Como cinéfilo imberbe nunca me había cuestionado esta aseveración dándola por cierta sin ninguna duda, pero cuando contemplé la obra de Shimizu una duda vino a mi cabeza. ¿Cómo es posible que en una cultura tan cerrada a otras formas de hacer cine como era el Japón de los cuarenta se cimentara una obra que calcaba como un espejo fidedigno todos y cada uno de los rasgos fundacionales del neorrealismo? Mi sensación es que en Japón, así como en otras latitudes que aún desconocemos surgieron las mismas tendencias que emanaron de esa Italia sumida en la miseria y la cruel posguerra sin que hubiera ningún tipo de influencia ni conexión entre ambas corrientes.
Pues bien, esa reflexión retornó a mi mente justo el día en el que descubrí otra pieza esencial del neorrealismo puro y brutal como es esta En cualquier lugar de Europa (Valahol Európában), película húngara dirigida en plena posguerra magiar por el para mi desgraciadamente desconocido Géza von Radványi, que constituye uno de los más fieles y escalofriantes documentos de la dureza y el salvajismo que existió en las ruinas de una vieja Europa devorada por esa fanática barbarie que fue la cruenta II Guerra Mundial. Uno de los hechos más fascinantes que adornan la cinta de von Radványi es sin duda su mimetismo con otras piezas claves y más conocidas del movimiento neorrealista, parecido que tengo la impresión que no fue resultado de una copia impostada sino que al revés, fue la consecuencia de una conexión espiritual marcada por la experiencia sufrida en diferentes hábitats espaciales pero con idénticos tormentos capitales por los autores de las obras interconectadas.
Así esta En cualquier lugar de Europa podría ser definida como una especie de Los niños del paraíso en clave magiar, aderezada con gotas de El limpiabotas y Alemania, año cero que se condimentan con un chorro de Los ángeles perdidos para completar la receta con una pizca de Juegos prohibidos. De la mezcla de todas estas películas, resulta un plato exquisito de una potencia visual y narrativa inigualable en la que se nota la influencia de la poderosa y moderna escuela húngara de cine a la hora de exhibir una puesta en escena marcadamente paisajista de encuadres perfectos que rompen la linealidad clásica a base de un montaje sincopado e iconoclasta en el que los picados así como los planos cortantes y oblicuos escupen su preponderancia sobre las tomas más reposadas características del cine americano de los cuarenta. En este sentido, la película ostenta escenas que emparentan a la misma con el cine vanguardista de Jean Vigo, mostrando pues en algunas de ellas, tremendamente modernas y atrevidas, Géza von Radványi no dudará en exponer asesinatos de animales en primer plano (impactante sin duda es la escena de la ejecución de un caballo a manos de la jauría de niños protagonista del film, o también degollamiento de un cerdo por parte de los mismos ejecutores), así como escenas de desnudos en las que el autor húngaro no titubeará en fotografiar los cuerpos despojados de ropa de los infantes mientras cruzan a nado un tranquilo río o los senos de la protagonista femenina de la cinta mientras ésta asesina a su violador en una sórdida habitación.
La película teje una impactante epopeya padecida por un grupo de niños huérfanos y habitantes de ruines reformatorios estatales que vagan por los campos inertes de frutos de una Hungría (o de cualquier lugar de Europa como reza el diálogo que sirve de introducción a la película) demolida por los bombardeos y combates acontecidos durante los últimos compases de la II Guerra Mundial. La cinta arranca así con unas escalofriantes escenas de un realismo demoledor en las que seremos testigos de la ferocidad de los bombardeos nazis. De este modo, como una especie de metáfora fantasmal, von Radványi logrará inquietarnos con la grabación casi documental de unas rimbombantes escenas bélicas protagonizadas por las víctimas más inocentes ( los niños). Estas desgarradoras imágenes con una clara influencia procedente del cine de terror (no puedo quitarme de la cabeza la escena en la que una madre arroja a su hijo judío del vagón del ferrocarril en el que viajan con dirección a un campo de exterminio, o la escena en que un niño presencia el asesinato de su padre debiendo a su vez resguardarse de las bombas en una especie de pasaje de terror de un parque de atracciones derruido en el que se observa la figura de cera Hitler derritiéndose por el calor emanado de los artefactos explosivos o esas putrefactas ratas que recorren a sus anchas los escombros de las casas destruidas por los certeros obuses nazis) servirán para presentar a los bisoños protagonistas del film, unos chavales que en su desgracia compartida se unirán para formar una auténtica jauría de perros hambrientos carentes de todo halo de humanidad e inocencia infantil que se dedicarán pues a ultrajar y desvalijar las granjas ganaderas que se encuentran en su intrépido camino. Para los chavales los juegos infantiles revestirán la forma de violentas peleas y repugnantes prácticas que abarcan desde el intento de asesinato (turbadora es sin duda la secuencia en la que uno de los niños estrangula al conductor de un camión que han asaltado), hasta insensibles rapiñas más propias de una banda de gangsters que de una pandilla de tiernos infantes. La guerra es mostrada pues con su verdadera e irracional cara, pero de una manera muy novedosa: a través de los ojos y las acciones de aquellos a los que una mente racional y cultivada jamás podría atribuir acciones delictivas: los ingenuos y virginales niños.
Estos primeros minutos del film de un tono desgarrador adoptarán la línea de un proyecto fílmico muy próximo al cine experimental de los años treinta gracias a un montaje de espíritu documental que huye de todo atisbo de belleza y perfección a la hora de verter la técnica cinematográfica, tornando su concepto inicial justo en el momento en el que el carácter nómada de la jauría de lobos representada por los niños logrará asentarse en una especie de castillo en ruinas habitado por un viejo músico de orquesta. El viaje sin rumbo por tanto finalizará en el momento en el que los chavales hallan esta especie de paraíso perdido que convertirán en su hogar. Si bien en un principio la intención de los niños será la de eliminar al intruso al que han expoliado el castillo, el líder de la manada (un adolescente llamado Piotr, que aprovechó un bombardeo al correccional que habitaba para escapar del cautiverio estatal) logrará atemperar las ansias de muerte de sus harapientos correligionarios, convirtiendo así al viejo maestro de música en una especie de guía espiritual que organizará la manada hacia labores alejadas de la muerte y destrucción y por tanto más cercanas a la edificación y generación de vida (representado esto en los trabajos de reconstrucción de las ruinas con objeto de que éstas se conviertan en un lugar habitable duradero). La violencia y el odio desde ese momento desaparecerán para permitir aflorar el humanismo y la solidaridad entre los niños y su nuevo amigo generador de esperanza. Sin embargo, los actos de pillaje llevados a cabo por la banda no resultarán gratis, puesto que un desertor del ejército dirigirá una partida en el pueblo con el único objeto de descubrir el lugar en el que se esconde la pandilla de niños hambrientos que han atemorizado a las aldeas rurales de la región para así capturar y ejecutar a los inductores de los actos de saqueo sufridos por los campesinos del lugar. La enfermiza obsesión y el odio emanado por este acomplejado oficial provocará un desgraciado accidente que pondrá en peligro la reinserción pacífica iniciada por los infantes.
Con estos sencillos mimbres, el genial cineasta húngaro von Radványi logró cimentar una película impactante y magnética como pocas que radiografía con un inspirador sentido humanista la inmundicia existente en un mundo en guerra. A pesar de haber sido producida hace más de 65 años, la cinta no ha perdido ni un ápice de su fuerza ni profundidad ostentando algunas imágenes de una osadía y vigor que hoy en día sería impensable contemplar en el políticamente correcto cine actual. Como toda buena película de halo neorrealista la cinta goza de la frescura que proporciona la presencia de actores no profesionales (fantásticos los niños que aparecen en cada plano del film que actúan como experimentados actores con una frialdad que hiela la sangre) así como la valentía de plasmar en pantalla un lenguaje hiperrealista hasta decir basta ajeno a maquillajes o trucos impostados.
Pese al rotundo éxito de crítica y público que obtuvo el film en el momento de su estreno, su popularidad se fue diluyendo siendo hoy en día una cinta prácticamente desconocida en el ámbito occidental si la comparamos con las obras más emblemáticas del neorrealismo, hecho este que esperemos vaya corrigiéndose gracias al boca a boca de los cinéfilos. De una poesía sublime que se sustenta en unas preciosistas imágenes de una intensidad dramática absorbente que dividen a la película en dos partes diferenciadas, la primera de atmósfera más cercana al cine documental y la segunda de ambiente onírico que bebe directamente del cine soviético de tintes religiosos, nos encontramos sin duda ante una de las más inspiradas obras maestras de la historia del cine húngaro de obligado visionado para todos los amantes del cine europeo profundo y filosofal. Una cinta que no defraudará a ningún espectador y seguramente dará lugar a un enriquecedor debate acerca de la capacidad del ser humano para resurgir de sus cenizas creando así nuevos edenes en la tierra a partir de las ruinas de una guerra.
Todo modo de amor al cine.