Aunque pueda parecer chocante de entrada no deja de ser coherente establecer paralelismos tanto entre el Japón de la era Meiji y el Oeste americano como entre la figura del ronin y la figura del viejo cowboy antaño fuera de la ley y ahora cuasi retirado. En todos estos contextos y personajes hay un halo de romanticismo, de tiempo escapándose de las manos, de pasado glorioso que no volverá mientras el futuro se dispara a gran velocidad pasando por encima de todo. Cambios tecnológicos y culturales que en ambos mundos, el oriental y el occidental dejaron feos cadáveres, pero también bonitas historias detrás.
Es por ello que este remake nipón de Sin Perdón produce, pasada la sorpresa inicial, más pánico que otra cosa. Sí, la palabra es miedo, porque atreverse con el clásico de Eastwood (tan reciente que aún permanece en la retina de muchos) supone saber que vas a jugar, casi seguro, a carta perdedora. Sin embargo Lee Sang-il, director de la película, afronta el reto con la conciencia de saber que no va a superar el referente, ni lo va a intentar, sino que, desde el respeto más absoluto nos quiere trasladar una historia referencialmente arraigada en el subconsciente de la tradición americana a su mundo, mostrando así que, a pesar de los distintos acerbos culturales, las buenas historias suelen vivir en paralelo, universalmente.
Por ello estamos ante una obra que no arriesga más de lo necesario, fotocopiando algunas secuencias, sintetizando situaciones y ofreciendo como mayor novedad algunos flashbacks sobre su protagonista que teóricamente están destinados a enriquecer al personaje dando a conocer algunas de la experiencias que le llevaron a ser lo que es. Como decíamos esto es en la teoría, porque en la práctica este es un recurso que no acaba de funcionar al restar ritmo a la narración y antojarse innecesario por exceso de subrayado de elementos que la propia trama ya muestra desde la sutilidad del detalle en una frase o en un gesto. Esto, junto a una cierta pacatería en las explosiones de violencia, conforman los elementos más débiles del conjunto, curiosamente los que lo alejan del original.
Sí, ni Watanabe en su rol de actor, ni Sang-il en la dirección pueden compararse al carisma y talento de Eastwood, pero como apuntábamos, tampoco hace falta debido fundamentalmente en el reposo, con aires de posclasicismo en las formas, con el que la trama se desarrolla. Un tránsito argumental que consigue poner acentos enriquecedores distintos a la obra original, mostrando y analizando aspectos como el racismo a la par que dibuja los efectos de la occidentalización paulatina de la sociedad japonesa. De hecho este Sin Perdón, quizás sin proponérselo, consigue pintar un lienzo más profundo y detallista sobre la era Meiji que la que pretendía realizar un tanto groseramente El último samurái (Edward Zwick, 2003).
Queda claro pues que estamos ante una obra que no pasará a los anales de la historia por su inventiva ni por buscar vías originales de (re)explicar una historia. Sin embargo se degusta con el placer familiar de un sabor conocido y agradable. En definitiva Sang-il solo pretende mostrar su admiración por una obra, buscar un trampolin para universalizar su temática a través de una filmación sin sobresaltos, pero firmemente anclado en unos valores cinematográficos impecables. Objetivos que, visto el resultado final, quedan cumplidos con creces.