Sexo, mentiras y cintas de video, ópera prima de Steven Soderbergh, hizo temblar los cimientos de una industria Hollywoodiense estancada en la fórmula del entretenimiento que caracterizó a la década de los 80, con grandes éxitos de acción y aventuras ocupando las carteleras. Realizada de manera independiente por 1.2 millones de dólares, se dio a conocer en el festival de Sundance de 1989 y no tardó en llamar la atención global tras ser galardonada con la Palma de Oro a la mejor película en el Festival de Cannes. Aves rapaces de la industria, encabezadas por los hermanos Weinstein, comenzaron a frotarse las manos ante el enorme filón que aparecía ante sus ojos: montones de jóvenes ilusos y moldeables, llenos de ideas baratas y con potencial en taquilla de los que sacar tajada. Aquí se abrieron paso Quentin Tarantino, Larry Clark, Kevin Smith o el mismo Soderbergh, tratando de adaptarse, cada uno a su manera, a la maquinaria furiosa que trataba de engullirles. Unos consiguieron escapar, otros no. Así, el Festival de Sundance, de lugar de encuentro y difusión de obras personales y voces propias, pasó a convertirse en un mercado en el que perros rabiosos se pelean por adquirir el próximo ‹hype›. Los artistas, adocenados por la industria, suavizan su estilo, limitándolo y adquiriendo fórmulas de probada solvencia, vendiendo la libertad que debiera caracterizarlos. Y así, dios creó el ‹Indie›.
Soderbergh, consciente de su condición de director novel y sus limitaciones como realizador, decide anclar su obra a un sólido guión que funcione por sí mismo (curiosamente, escrito en poco más de una semana con sus propias manos), desarrollando unos personajes que parten de los clichés más sobados del drama romántico para ir adquiriendo una profundidad y complejidad que les permite superar la caricatura hasta el punto de humanizarse por completo. Sexo, mentiras y cintas de video funciona como estudio clínico de la represión sexual en la sociedad contemporánea acomodada, además de proporcionar un acercamiento veraz a las relaciones humanas, bien sean familiares o de pareja.
En los primeros minutos de la cinta, antes de que los personajes principales lleguen a encontrarse, Soderbergh realiza una rápida y concisa presentación de los mismos mediante el uso del montaje paralelo. Un hombre que viaja en coche hace una parada en un baño público para asearse, su melena y su atuendo negro permiten intuir una bohemia mal vista por el ciudadano de a pie. Mientras tanto, una neurótica Ann confiesa a su psicoanalista sus preocupaciones de buena burguesa. Un viejo compañero de facultad de su marido necesita alojamiento por una noche. Hace tiempo que no deja que John la toque, el sexo está sobrevalorado. Sólo intentó masturbarse una vez y se sintió estúpida, piensa que su abuelo fallecido la observa. Alternativamente, John, ‹yuppie› prototípico tirantes incluidos, deja su anillo de bodas en el despacho y se dirige a casa de Cinthia, la fogosa y descuidada hermana de Ann. Desde este momento queda claro el complejo de inferioridad y la envidia que siente esta por su hermana, el odio latente que la tortura: «Me gustaría decirle a todo el mundo que Ann no vale una mierda en la cama. La preciosa y popular Ann Bishop Millaney».
Posteriormente, en un íntimo encuentro, Graham y Ann llegarán a una comunión íntima en la que se revela la impotencia de uno frente a la frigidez de la otra. Así se realiza una separación casi religiosa, categórica y parcialmente cuestionable entre los personajes principales, teniendo por un lado a los que se rinden al pecado y la mentira, mientras que por el otro permanecen los que se conservan puros, aunque heridos. El catalizador del desmoronamiento de la frágil estructura que conformaba la pareja y la amante recae en Graham, que con su tímida pero incisiva inquietud consigue abrirse paso hasta las profundidades de los personajes, resultando una especie de confesor (recordemos su ropa, semejante a la de un párroco) con un secreto perverso pero sincero: sólo consigue excitarse con cintas de video en que varias mujeres desvelan sus secretos más íntimos. Junto con esta premisa, acompañada de la típica trama de engaños sentimentales, se desarrollará el viaje que permitirá a cada personaje superar sus problemas y aceptar su condición.
Quizá podría reprochársele a Soderbergh una excesiva confianza en el guión y en la excelente labor de los actores (James Spader premio a mejor actor en Cannes), o incluso exigirle una actitud más rupturista o personal con respecto a la dirección y planificación (correcta y funcional en todo caso), pero estos detalles no disminuyen la magnitud de este drama humano intimista, que trata problemas incómodos desde una perspectiva totalmente cercana sin caer en lo explícito o lo ridículo. Aquí es donde se intuye la vocación autoral de un director que, a día de hoy, sigue haciendo malabares en el circo que es Hollywood.