William Wyler fue sin duda uno de los mejores y más prestigiosos cineastas estadounidenses (si bien de origen alsaciano) de la historia del cine. Su prestigio lo demuestran la innumerable cantidad de premios y reconocimientos (sigue siendo uno de los realizadores en ostentar un mayor número de nominaciones al oscar en la categoría de mejor director) con los que sus compañeros e industria de Hollywood le agasajó a lo largo de su trayectoria profesional. Pero, en mi opinión, lo que convierte a William Wyler en uno de los grandes cineastas de todos los tiempos es sobre todo la modernidad que ampara a la amplia mayoría de sus obras, películas que han soportado el quebradizo y dictatorial efecto del paso del tiempo con un sobresaliente puesto que a día de hoy siguen siendo cintas hipnóticas, frescas y dinámicas cuyo visionado aún conserva inalterable la fascinación y hechizo que desprendían en sus pretéritos orígenes estas magníficas criaturas ideadas por el genio innato y natural del alsaciano.
Y es que… ¿quién no ha sentido la emoción o la alegría más auténtica libre de prejuicios contrarios al séptimo arte clásico después de visualizar obras tan imperecederas e incontestables como por ejemplo Ben-Hur, Brigada 21, El coleccionista, Los mejores años de nuestra vida, Vacaciones en Roma, La heredera, La loba, Horizontes de grandeza, Jezabel, La carta, etc. etc. etc.? No conozco a ningún cinéfilo que no tenga entre sus cien películas favoritas alguna de las obras de este maestro del cine, y ello se debe muy en parte, al hecho de que Wyler fue un cineasta ecléctico como pocos que abrazó con éxito, gracias a su talento virtuoso, casi todos los géneros existentes en el noble arte de hacer películas: desde el melodrama más impactante y desgarrador al más romántico, pero también comedias locas y nostálgicas, dramones de época, el peplum, el western, el cine negro, el bélico propagandístico, el musical… quizás echo en falta algo de cine fantástico, pero da igual, sus películas son fantásticas y con eso me basta. Lo que más me cautiva del cine de este grande es indudablemente su demostrado dominio escénico y técnico de todas y cada una de las facetas que implican levantar una película. Así su sentido del ritmo manifiesta un claro gusto por los aspectos más dinámicos de la cadencia narrativa, soportando la espina dorsal de sus cintas a partir de una puesta en escena que combina elementos teatrales (fundamentalmente un diseño de producción y vestuario muy solemne emparentado con las tablas escénicas) con otros puramente cinematográficos (me refiero al montaje siempre de lujo carente de taras perceptibles que poseen las películas de Wyler). Pero igualmente subyugante es el gusto pictórico (que abarca desde el impresionismo al romanticismo más exacerbado) que exhiben las grandes obras de Wyler, el cual como gran amante del teatro, poseía una instintiva capacidad para sacar lo mejor de los actores que estaban bajo su responsabilidad, los cuales vertieron las mejores interpretaciones de sus carreras bajo las órdenes de Wyler.
¿Existe por tanto, alguna obra de esta luminaria del cine que pueda calificarse como obra menor? Claro que sí, todos los cineastas – da igual su grandeza y maestría- poseen obras que merecen el calificativo de menor, sin que ello sea merecedor de un epíteto despectivo. Al revés, para mi resulta fascinante observar estas obras de menor calado artístico cinceladas por los más diestros profesores en el manejo de la claqueta. La película que he elegido para homenajear a Wyler en nuestra sección obras menores es precisamente la cinta que supuso el testamento fílmico del maestro, ya que fue su última película como director allá por el año 1.970, esta es, la extraña e irregular No se compra el silencio. Lo primero que llama la atención de la cinta es su vanguardismo visual y de estilo. Y es que lejos de culminar su carrera dirigiendo cintas auto-complacientes y vacías, Wyler optó por estrechar lazos al final de su carrera con las nuevas tendencias que devoraron al cine clásico a principios de los sesenta, disertando pues obras que contenían en su eje argumental materias que invitaban al debate ideológico y combativo (el lesbianismo, la hipocresía social, las obsesiones enfermizas, etc…).
En el caso que nos ocupa con No se compra el silencio, Wyler edificó un melodrama muy cáustico y seco alrededor de un hilo argumental que descansaba en una temática muy en boga y polémica en la época: el racismo y la lucha por los derechos civiles de la población negra del Sur de los EEUU. Para ello, Wyler eligió tejer una enrevesada trama coral basada en los mandamientos del cine de historias cruzadas, pero sin que del espíritu de la misma se desprenda la pertenencia del film a este subgénero tan sugerente. Así la cinta arranca con una escena en la que vemos a un joven matrimonio blanco (ojo a la belleza maravillosa de una virginal Hershey en uno de sus primeros papeles en el cine) que arriba en tren a una pequeña localidad de Tennessee en el sur de los EEUU. El mismo vagón, con destino al pueblo al que se dirigen los jóvenes de raza blanca, también alberga a un muchacho de raza negra llamado Sonny (interpretado por un bisoño Yaphet Kotto) en cuya mirada se atisba un visceral odio motivado por una afrenta racial acontecida en el pasado. Tras el arribo de ambos a su camino, la película comenzará a narrar en paralelo la historia experimentada por estos extraños recién llegados al pueblo.
Por un lado, conoceremos la identidad del matrimonio, formado por un idealista abogado llamado Steve Mundine y su bella mujer Nella, que acude al pueblo para heredar el despacho que ha regentado durante años su tío (interpretado por Lee J. Cobb), un solitario letrado llamado Oman Hedgepath, cuyo carácter anacoreta y anti-social le ha convertido con el paso del tiempo en un ser de vuelta de todo que únicamente aspira a pasar sus últimos días de vida evitando cualquier enfrentamiento que choque contra el orden racista que impera y domina el ambiente del lugar. Así, cuando un rico empresario de pompas fúnebres de raza negra llamado L.B. Jones acude al despacho para solicitar los servicios de Oman para un caso de divorcio de su adúltera mujer (una mujer mucho más joven que el empresario que le engaña acostándose con un racista e irresponsable policía de raza blanca), la primaria negación de Omar a hacerse cargo del caso será demolida por el interés mostrado por Steve, ya que el joven detecta que el rechazo de su tío se debe al hecho de que el señor Jones es un hombre de raza negra, algo que no entra en la lógica y progresista mente del honesto Steve.
Por otro lado, descubriremos las motivaciones de venganza de Sonny, un joven que hace años fue apaleado y expulsado del pueblo por un policía racista. Así el único objetivo de Sonny será matar al instigador de su desgracia, contando para ello con el apoyo de la vieja negra que le adoptó en su infancia, la cual regenta un bar que da cobijo a la población negra del pueblo y también con la ayuda del hijo de la vieja regente del local, que a su vez es un empleado de la empresa dirigida por L.B. Jones. Y como cimiento accesorio a estas dos historias principales, surgirán del desarrollo de los acontecimientos varias subtramas, como la relación sexual que mantiene la esposa de Jones con el policía del pueblo, relación que tratará de ser ocultada por el policía para evitar un escándalo público, hecho que traerá consigo luctuosas consecuencias. Asimismo el devenir de la fábula, destapará otras pequeñas historias igualmente importantes sucedidas en el pasado, como el affair amoroso vivido por Omar con una amante de raza negra, hecho que propició la soledad futura del abogado ante el rechazo del resto de la sociedad por haber mantenido relaciones con una mujer negra, o el odio racial sufrido por el empresario L.B. Jones en su juventud, odio al cual no hizo cara en su juventud por miedo a ser linchado por la mayoría blanca, lo cual atormenta desde entonces la cobarde personalidad del dueño de la funeraria.
Con esta base esquemática, Wyler desplegó su talento para la composición de micro-cosmos enfrentados a un ambiente hostil, trazando el hilo argumental de la cinta a través de pequeñas escenas inconexas que poco a poco desmarañan la enrevesada trama planteada por el cineasta americano. La película adolece de un ritmo dinámico y claro, resultando en ciertos momentos algo confusa y deslavazada. Uno de los puntos que induce una mayor des-afección del espectador con el eje principal de la cinta es la ausencia de personajes simpáticos que permitan sentir algo de empatía hacia los mismos. Así, a excepción del joven Steve (quizás, el único personaje moralmente decente con presencia relevante en la trama), tanto los racistas personajes blancos (especialmente el apático e indolente Omar) como los de raza negra (ya que a pesar del acto de expiación final de L.B. Jones que enriquece moralmente su personaje, éste es mostrado como un déspota incapaz de hacer frente a sus problemas amparado en una aptitud cobarde, mientras que por otro lado el joven Sonny tratará de plasmar sus legítimas reivindicaciones a través de la violencia y la venganza, hecho éste que le provocará más dolor existencial si cabe) muestran rasgos de personalidad difícilmente defendibles.
Uno de los puntos débiles del film es su falta de concreción narrativa, puesto que el recurso de hacer fluir la trama a base de pequeñas subtramas inconexas que parecen converger hacia un punto de choque futuro, no acaba de ser lo suficientemente sólido, puesto que definitivamente, la cinta no termina de ser una película puramente de vidas cruzadas, pero tampoco acabará apostando por una línea más emparentada con la del cine social de denuncia, quedando pues a medio camino sin rematar la faena tal como Wyler nos tenía acostumbrados en sus mejores obras. Sí que es muy plausible el envite de Wyler por cimentar un melodrama alejado de los paradigmas del cine clásico que tantos triunfos le otorgó en el pasado que descansa en una trama que gravita entorno al racismo demoledor y nauseabundo presente en las pequeñas poblaciones del Sur de los Estados Unidos, una jugada arriesgada que seguramente otro director en el ocaso de su carrera – tal como lo era Wyler en ese momento- no habría sido capaz de aceptar.
A pesar de sus defectos e imperfecciones, la película posee muy buenos chispazos que demuestran la excelencia de un maestro del cine como Wyler. Sin duda mis secuencias favoritas son las protagonizadas por la felina Lola Falana, una belleza de ébano que brinda al espectador una interpretación muy sensual y atrevida para la época. Me encanta igualmente la escena que culminará con la persecución de L.B. Jones llevada a cabo por la pareja de policías racista, escena ésta que explotará en un reguero de violencia y odio en un destartalado desguace de coches, compartiendo pues ambientación atmosférica y espiritual con el cautivador final de esa obra maestra del cine que es La jauría humana. Y como no podía ser de otro modo, el maestro culminará su obra con una escena magistral de referencia circular, secuencia en la que los extraños que aterrizaron en el pueblo al principio de la película, abandonarán el mismo también por vía ferroviaria, pero con un rostro que denota un cambio radical en su talante, transformación que ha sido enardecida por el achacoso ambiente que imperaba en los racistas pueblos sureños estadounidenses. Un final que expresa que los grandes cineastas son igual de gigantes incluso en sus obras menores.
Todo modo de amor al cine.