La aparición en la cartelera comercial de un tipo de película propia del apartado independiente fue una de las efímeras corrientes que el cine experimentó en la segunda mitad de la década del 2000. Los ejemplos más comentados fueron Juno y Pequeña Miss Sunshine, y en un segundo plano encontramos las algo tardías apariciones de Up in the air (Jason Reitman, 2009), (500) días juntos (Marc Webb, 2009) y Los chicos están bien (2010). Si bien podríamos citar múltiples características que conforman el estilo de dichas cintas (historias de amor o sobre la familia que buscan encontrar la comedia en anécdotas de carácter trágico, normalmente protagonizadas por adolescentes…), yo me quedo con el mero hecho de pensar en ellas como películas desenfadadas acerca de personajes interesantes, capaces de tratar con serenidad aspectos de la vida habitualmente considerados tabú. Pues bien, esto es exactamente en lo que consiste la opera prima de Stuart Blumberg, quien en su día escribiera el guión de la ya mencionada Los chicos están bien.
Lo que encontramos en Amor sin control es una película reflexiva que se atreve a plantear el concepto de rehabilitación como un proceso carente de fórmulas perfectas, que debe ser amoldado al caso concreto que lo experimente. Ahí tenemos como ejemplo a Mike (personaje brillantemente interpretado por Tim Robbins), conocedor de las claves principales del camino convencional hacia la desintoxicación pero incapaz de aplicar su racionalidad a las desavenencias que tiene con su hijo. Esta es una de las formas que Blumberg escoge para hablarnos de la gente que convierte su caso particular en una religión, temerosa de que el hecho de aceptar que existan caminos alternativos deslegitime su planteamiento. Pero el director está lejos de caer en la trampa de “quienes tienen y quienes no tienen razón”, pues sabe que, al final, la única muestra de validez en un proceso es su eficacia. Y el caso es que existen muchos procesos eficaces.
Dar nombre a una corriente (cinematográfica, literaria, pintoresca, musical o sea cual sea el sujeto artístico) proporciona ciertas ventajas a la hora de definir estilos y concretar premisas (estilísticas, temáticas o argumentales), pero también conlleva una serie de daños colaterales perjudiciales para aquellas piezas que aguarden cierto parentesco a dicha corriente. El caso que nos ocupa es un buen ejemplo de ello. Pues el hecho de que Stuart Blumberg figure como uno de los practicantes de la “corriente independiente” mencionado más arriba, automáticamente ha condenado a Amor sin control a ser comparada (en realidad de forma injusta) con las películas anteriormente citadas. Pero el caso es que, más allá de su parentesco con los trabajos escritos por el ahora realizador Blumberg, Amor sin control contiene todo lo que se le pueda pedir a lo que coloquialmente llamamos “una buena película”: personajes bien definidos, un dinámico y entretenido desarrollo de los acontecimientos, la exposición de un tema interesante y una mirada honesta que pretende hacer preguntas antes que pregonar respuestas.