Acercarse al extraño y pesadillesco universo tejido por dos de los más grandes nombres de la historia de la cinematografía japonesa como son el cineasta vanguardista Hiroshi Teshigahara y el perturbador dramaturgo Kôbô Abe se me antoja una aventura de proporciones quiméricas. En primer lugar porque creo que tratar de analizar las múltiples aristas que plantean las poliédricas epopeyas ideadas por esta peculiar pareja es un proyecto imposible de acometer en su totalidad (del mismo modo que es inalcanzable abordar la comprensión plena de La metamorfosis de Kafka) y en segundo lugar porque el carácter surrealista, poético y totalmente personal de las cintas edificadas por este dúo de artistas admiten diversas y posibles interpretaciones cada una de ellas absolutamente plausibles desde su opuesta posición por lo que quien pretenda poseer la verdad plena del significado de cualquiera de las realizaciones cinceladas por el tándem Teshigahara/Abe sin duda es un iluminado que no tardará mucho tiempo en internarse en un manicomio de profetas impostados.
The Pitfall supuso el primer encuentro de esta extraña pareja, tropiezo que alcanzaría cuatro magnéticas colaboraciones adicionales siendo especialmente recordadas las que dieron lugar a dos de las cintas más complejas y extrañas de la historia del cine japonés como son La mujer de la arena y El rostro ajeno. En esta ópera prima de la dupla ya se atisban algunas de las obsesiones y temas recurrentes que aflorarían en el resto de la filmografía elaborada a cuatro manos por Teshigahara/Abe: el gusto por la composición pictórica del primero (gran aficionado a la pintura desde que se graduó en Bellas Artes en su tierna juventud), los complejos laberintos físicos y psicológicos que delimitan la identidad personal y que conducen primariamente a estados de esquizofrenia y paranoia, el ambiente de pesadilla en el que se desenvuelven los quijotescos personajes emanados de la pluma de Abe, el aislamiento kafkiano y la opresión que sufre el ser humano desde su génesis existencial la cual ha permanecido vigente a lo largo de los siglos tanto en civilizaciones arcaicas y primitivas de cosmos rural como en las modernas ciudades del Japón de los sesenta, así como un potente y efectivo componente crítico en contra de los vicios y paranoias de la sociedad japonesa moderna efectuado a través de enriquecedoras metáforas plenas de simbolismo y denuncia.
La cinta tiene un arranque muy sugerente e inquietante al más puro estilo Teshigahara. Así, unos misteriosos sonidos acompañan en la noche a un padre y a un pequeño que deambulan por las despobladas calles de un pueblo. Acto seguido la cámara despertará al amanecer mostrándonos a padre e hijo trabajando a pleno sol en una vetusta y destartalada mina cuyas vetas ya no dan más de sí. En estas primeras escenas repletas de simbolismo, el director japonés centra la atención en los ojos y la mirada del pequeño infante, único personaje que advierte una extraña presencia que viste un traje blanco y parece esconderse de la curiosidad ajena tras unos frondosos árboles al mismo tiempo que simula perseguir en su viaje a ninguna parte a los protagonistas inicialmente de la trama. Tras abandonar el escaso trabajo proporcionado por la mina, ambos deambularán por distintos pueblos en busca de un ansiado trabajo que les permita huir fugazmente de la miseria económica que acompaña sus vidas. Después de varios intentos fallidos, llegarán a una ciudad fantasma tras haber recibido una esperanzadora oferta de trabajo, una urbe cuyo esplendor pasado ha sido demolido por el agotamiento de la explotación de las minas de su alrededor. El lugar tan sólo cuenta con la presencia de una solitaria y huidiza mujer que regenta y vive en un famélico y decadente establecimiento de ultramarinos en el que únicamente se nota la presencia de las hormigas que devoran los restos de putrefacta comida ofrecida en el mismo. Sin embargo, en medio del desierto más absoluto y el sinsentido, el misterioso personaje de blanco que perseguía los pasos de nuestros protagonistas aparecerá de repente para sajar la vida del minero sin que medie una sola palabra.
A partir de este momento la película adoptará una estructura de narración en paralelo con reminiscencias al cine fantástico y de fantasmas así como al cine de intriga y misterio, sin que ostente en su esqueleto estructural los paradigmas del cine fantástico ni del policíaco. ¿Cómo consigue Teshigahara dotar a su filme de este revestimiento tan atractivo para el público sin que su película pertenezca para nada al universo de estos géneros comentados? Pues a través de una licencia de estilo absolutamente genial e innovadora como es la de narrar la película a partir de tres historias inconexas pero intrínsecamente engarzadas: la del fantasma del minero asesinado sin que sepamos muy bien el motivo cuya alma vagará como espíritu en pena por los páramos que rodean la ciudad fantasma para tratar de averiguar el motivo de dicho homicidio, viaje en el que le acompañarán los fantasmas de otros mineros muertos en la ciudad cuya presencia, únicamente percibida por aquellos que han besado los finos labios de la muerte, servirá de guía y estímulo al recién aterrizado espectro. Por otro lado, de manera más tangencial pero no menos importante, Teshigahara presta igualmente atención al camino recorrido por el hijo del minero, un niño de comportamiento cercano al autismo que apenas da muestras de percepción consciente y se divierte desollando a las inocentes ranas que nadan en una desabrida charca y que apenas denota sentimiento de tristeza o pesar al contemplar el cuerpo inerte de su padre cubierto de sangre, infante que caminará como un sonámbulo inconsciente atravesando las yermas y vacías estancias de la ciudad fantasma. Por último, el tercer vértice del triángulo argumental descansa sobre la chapucera investigación policial iniciada tras el descubrimiento de una estática huella al lado del cadáver del minero, investigación en la que descubriremos los mecanismos de corrupción, codicia y rapiña existentes en el ámbito capitalista que estructura el orden económico y social que impera en las sociedades occidentales.
Con estos mimbres dialécticos, Teshigahara construyó una película áspera como una afilada lija en la que apenas se atisban gotas de oxígeno que permitan respirar al espectador. Ciertamente magistral resulta el empleo por parte del cineasta japonés de una música cortante que apenas deja hueco para que brote la nostalgia, y del mismo modo el uso de una fotografía en blanco y negro que resalta la sed y depresión existente, recursos ambos que ayudan a fortalecer la atmósfera malsana y enfermiza (plena de locura y demencia) que ostenta el film. Asimismo la cinta encierra una crítica encarnizada en contra del capitalismo más salvaje, fantasma el del capitalismo que asesina la aquiescencia de la oprimida clase obrera japonesa y que es representado por medio del impoluto fantasma vestido siempre con un elegante traje blanco que aparece y desaparece para asesinar intuitiva y deliberadamente al trabajador inocente y atrapado en las sucias redes de su estructura fundacional. Teshigahara también tiene dardos para lanzar contra el proletariado pasivo e inmóvil, representado por medio de la traicionera dueña del establecimiento de ultramarinos que no dudará en acusar del asesinato a un inocente para salvaguardar su bienestar ante las amenazas del siniestro personaje vestido de blanco, así como por medio del infante que reaccionará de manera fría e insensible ante la injusticia y la aberración asesina de ese misterioso compañero de viaje oculto tras la maleza, compañero cuya presencia parece aceptar de buen grado a pesar del daño causado en su existencia.
The Pitfall es sin duda una película apartada de toda llamada a los mandamientos clásicos del cine, construida sobre todo en base a una visión revolucionaria y conceptual del cine como arte plástico y político (tanto Teshigahara como Abe formaban parte del núcleo duro de artistas contestatarios situados más a la izquierda del espectro político), que puede resultar aburrida e inconexa para aquellos espectadores cuyas preferencias se hallen alejadas de la visión más vanguardista de la concepción cinematográfica. La película incluye en su espina dorsal escenas muy surrealistas, desarrollando la trama de intriga de un modo muy apático y distante, más cercano a los thrillers existencialistas de los setenta que a los noir más «hardcore» y dinámicos. Y es que tanto a Teshigahara como a Abe les interesa más reflejar aquellos aspectos patéticos y putrefactos del ser humano englobados en un ambiente hostil, inhumano y despótico que centrar la historia en los marcos dibujados por el mero entretenimiento, y eso es lo que convierte a The Pitfall en una estupenda carta de presentación para comprender más en profundidad ese estrafalario y alucinógeno mundo compuesto por dos de los artistas más inspirados del cine japonés de la segunda mitad de siglo: Hiroshi Teshigahara y Kôbô Abe.
Todo modo de amor al cine.