Cuando Dennis Iliadis estrenó su remake de La última casa a la izquierda, muchos lamentaron que la mugre y la agresiva formulación audiovisual del original hubieran dado paso a un esteticismo tan elegante como, en el fondo, aséptico. Iliadis había facturado una más que decente película de terror, pero en el proceso había depurado todos aquellos elementos que hacían del film de Craven una de las cintas más incómodas y polémicas de la década de los setenta. Franck Khalfoun, paradójicamente, ha logrado solventar la papeleta siguiendo una estrategia similar a la de Iliadis, es decir, apostando por una sofisticación formal que (he ahí lo sorprendente del asunto) no ha logrado neutralizar el potencial corrosivo del original. Así pues, esta nueva versión del clásico ochentero de William Lustig posee una sensibilidad estética netamente posmoderna, pero sigue preservando la brutalidad apabullante que el autor de Vigilante supo plasmar en aquel título clave que, poco después de salir a la luz, pasó a engrosar la lista de clásicos básicos del videoclub. Khalfoun, de un modo inteligente, ha replicado el horror enfermo de esa película acoplándolo a los nuevos tiempos, dando un barniz de hipnótica modernidad a la narración pero animándola con el mismo espíritu nihilista y demente que poseía la cinta protagonizada por Joe Spinell.
Ambas películas (el original y el remake) se conciben no tanto como estudios de una mente psicopática, sino como experiencias subjetivas (en el caso del remake de Khalfoun, de un modo literal) del horror que supone habitar dicha mente enferma. No plantean preguntas ni respuestas, simplemente sumergen al espectador en el laberinto sórdido de la psique de su protagonista, haciéndonos partícipes de su dolor, sus obsesiones y sus impulsos homicidas. Puede sonar pretencioso, pero es todo lo contrario. Ambos autores saben que juegan con un psicologismo de brocha gorda, pero lo utilizan para generar una forma terriblemente visceral de cine de terror. Un cine amoral, desagradable, directo al bajo vientre como una puñalada traicionera. Conviene recordar que William Lustig venía del cine X, y que pronto desarrolló una sensibilidad cinematográfica extraña, tosca y casi ofensiva, muy propia del incorrecto cine de género de la década de los ochenta, pasando a convertirse en un bárbaro de la serie B más violenta e infame. Por su parte, Khalfoun viene avalado por Alexandre Aja (que, además de producir, también coescribe el guión de esta nueva versión), probablemente la figura más paradigmática del nuevo cine de terror francés, caracterizado por una violencia explícita no reñida con una elegancia y creatividad formales usualmente inéditas en el cine de terror estadounidense.
En Maniac (2012), las personalidades de ambos autores fluyen y se funden entre sí a través de invisibles vasos comunicantes, salvando distancias geográficas y temporales. El Maniac de Khalfoun y Aja es, pues, hija legítima de aquella insobornable pieza de mal rollo parida por Lustig en 1980. Sus autores no se limitan únicamente a copiar argumento y repetir los highlights del original (precioso, a todo esto, el guiño a su célebre e inolvidable póster), sino que se apropian de toda la magnética carga enfermiza de dicha película y la incorporan, sin estridencias, dentro de un aparato audiovisual inequívocamente nuevo (cuyo sentido uno podría rastrear en clásicos del voyerismo patológico y morboso como El fotógrafo del pánico), construyendo, así, un filme tan extraño como inclasificable. Lo que podría haber desembocado en una virguería narrativa vacía y agotadora, pronto se revela fascinante y complejo ejercicio de estilo, lo suficientemente libre (la visión subjetiva se quiebra en un par de ocasiones, sin contar fragmentos oníricos) como para dejar respirar a la narración y al propio espectador.
Con la complicidad de un excelente Elijah Wood (que va camino de convertirse –si no lo es ya– en un indiscutible actor de culto) y de una acertadísima banda sonora retro (esos sintetizadores tochos), este nuevo Maniac se nos presenta como una de las películas de terror más originales y brillantes del año, puro cine de género igual de brutal e incorrecto que el original que adapta, cuyos recursos estéticos permiten adentrarnos de forma más acusada si cabe en la mente retorcida de su desquiciado protagonista, pero también experimentar una forma de hacer cine de terror llena de tensión y de un fascinante sentido de la crueldad y la violencia, a través de una labor de dirección ebria de inventiva y talento. William Lustig debería estar satisfecho: su película no ha perdido ni vigencia ni poder de provocación en esta versión siglo XXI, que, manteniendo ese tono entre enfermizo, triste y patético (y conservando escenas y detalles inolvidables –esos maniquiés a lo Mario Bava), ha sabido reinventarse y construirse una personalidad propia que rima perfectamente con la suya. También supone un paso adelante en la carrera de Khalfoun (autor de la estimable Parking 2), cuyo acercamiento a territorios más decididamente autorales ya es todo un hecho.