En el cine existe una certeza. Muchas, más bien, pero en este texto me interesa la asunción de tan solo una de ellas: la dificultad categórica de filmar poesía. Ya en las universidades públicas, donde se imparte Comunicación Audiovisual, los profesores que enseñan Narrativa o Dirección Cinematográfica dejan bien claro a sus alumnos que una serie de tendencias o de estilos, que no tienen una ligazón directa con el cine, son muy complicados de tratar. Principalmente, el arduo esfuerzo proviene de lo formal, de los recursos estéticos y plásticos de que se pueden disponer, en posterior ordenación para conseguir un lenguaje y un significado. Conceptos que restringen, en su naturaleza interna, las artes: el cine tiene uno, la poesía tiene otro.
Cuando se intenta filmar poesía y el resultado deviene en impostura, se revela lo pretencioso. Se revela pomposidad y flirteo con el falso lirismo revestido de trascendencia. Cuando esto ocurre, a un director que asume su autoría total solo le queda jubilarse y retirarse a leer todos esos versos que alguna pensó podría llevar a una gran pantalla convertidos en emociones tangibles y humanizadas. La lírica en el cine requiere de levedad, de tacto taciturno. Lo que Ramón Salazar ha pretendido en 10.000 noches en ninguna parte es lograrlo a través del desencanto, el tedio y el histerismo más descacharrante. Rápidamente, este forzadísimo ejercicio de estilo sucio y áspero se torna en desesperante y vacío debido a la confusión de sus vaivenes temáticos, que son conducidos de forma embarrancada y confusa, y su logística de las emociones, tendentes a la miseria y el hieratismo.
Formal y académicamente lamentable, su puesta en escena, dirección de actores y realización (el departamento más sangrante) denotan los procedimientos estándar de la muchachada amateur en su primer corto de instituto: desprecio, por puro desconocimiento, hacia las fórmulas clásicas de narración, planificación arbitraria e injustificada, cámara epiléptica y descontrolada en persistente fuera de foco —un recurso estético, dirán algunos. Un calamitoso despropósito, apelando a la verdad—. A esto se suma un elenco de personajes/intérpretes que no fomentan el efecto implicación con sus historias. Peor aún, este catálogo de caracteres anodinos, vulgares y desesperanzados tiene como cabeza de cartel a Andrés Gertrudix, que en su nicho indie se corona como uno de los actores más apáticos, inexpresivos e insufribles del último cine independiente español.
Salazar, que demostraba buen gusto y contención con su debut Piedras, torna ahora su cine en áspero, desquiciado y violento, con tintes de enajenación tan arriesgada como alucinatoria, muy lejos de que semejante lodazal provoque fascinación. Apela a la simplicidad ejecutoria y transmite emociones deprimidas a través de la propia depresión, recurso del todo ilegítimo. Resulta sorprendente concebir una película que cabalgue el insondable misterio de la memoria y la existencia con un frenesí sesgado y acosador en trámite frenopático y desentonación esquemática. En este confuso devenir de acciones sin sentido y actos sin pegamento, tan solo la excelente banda sonora original podría aportar un mínimo de cordura, de no ser porque la misma es utilizada para enfatizar hasta cuando el protagonista se está atando los cordones de los zapatos. Entiéndase la ironía.
Si algún beneficio se le puede exprimir a películas como esta es aceptar, de una vez por todas, que lo que hace Terrence Malick en los últimos años —ayudado por el virtuoso director de fotografía Emmanuel Lubezki— no es nada fácil. Esta comparación indirecta bien podría ser premeditada o bien accidental pero sería un error negar que existe. Quizás entonces se asuma que, rara vez, alguien con vocación de cineasta es capaz de asumir la faceta de poeta, dejando a un lado la pluma y el papel para darle protagonismo a una cámara, y no cavar su propia tumba en el intento.