La asalvajada infancia queda descrita por la cineasta bávara Sudabeh Mortezai en un primer plano que prácticamente podría ser la síntesis (a nivel visual) de un film como Macondo. En esa faceta, la debutante en el terreno de ficción fija uno de los parámetros más importantes de su obra: la descripción de entornos que configura lo que en realidad se podría definir como una propia prolongación de lo que es su protagonista, Ramasan. De este modo, solares abandonados, parques infantiles (que no parecen tal cosa) y un pequeño bosque rebosante de muebles y objetos abandonados que conecta a su familia con una situación ajena en el autobús que los saca de esos suburbios, sirven para dar forma a algo más que los espacios en los que se mueve Ramasan: forjan un ambiente social en el que, más que vivir, la palabra idónea sería sobrevivir.
Hermano mayor de una familia de inmigrantes chechenos compuesta por su madre y dos hermanas menores, la figura de un padre ajeno que desapareció entre otra de tantas guerras que asolaron el este de Europa allá por los 90 (e incluso a inicios del nuevo siglo) se eleva como uno de los puntales de la obra, a través del que Mortezai ofrece un rumbo determinado a la infancia (a las puertas de una adolescencia que su madre parece haberle adjudicado debido a las tan particulares y excepcionales circunstancias en las que ha vivido su hijo) del protagonista, que se irá conformando a lo largo de la obra a medida que Ramasan descubra pequeños retales de una relación que no conocía, y en especial con la aparición de un personaje (y presunto amigo de su padre) que obligará de modo indirecto al muchacho a empezar a adquirir un pensamiento propio y determinado.
Más allá de esas vías que se irán abriendo en el camino de Ramasan, lo que realmente determina su recorrido es ese respeto y (casi) devoción entorno a su progenitor, que es en realidad lo que irá afianzando o diluyendo las actitudes del protagonista. Quizá por ello la aparición de ese ex-compañero del padre de Ramasan, que dibujará en Isa un personaje sobre el que generar una atención hasta ahora acaparada por poco más que un recuerdo, terminará derivando en una confrontación cuando el muchacho empiece a percibir que en realidad su antecesor no era más que otra persona que luchaba por salir adelante, con unas virtudes y (sobre todo) unos defectos que serán difíciles de admitir, pero esbozarán los primeros pasos de un camino que llevará a Ramasan hacia una etapa distinta, alcanzando un grado de madurez donde será necesario aceptar dejar atrás ciertas cosas.
En efecto, se podría hablar sobre Macondo como un relato de maduración, algo que evidencian muchos de los elementos que Mortezai dispone para trazar ese arco evolutivo que terminará marcando un antes y un después en el periplo de Ramasan. Así, esa nueva y desapegada visión del protagonista tras un par de certeras confesiones —primero de Isa, hablando sobre los defectos de su padre, y más tarde de su madre, dilucidando algunos aspectos de la relación con su ex-marido— no será más que un pequeño bache en el camino que en el fondo le lleve a un estado de aceptación entendible y necesario. La crónica cercana de trazos hiperrealistas que entreteje la austriaca no es más que un fiel a la par que útil reflejo para complementar uno de esos relatos que, sin otorgar una resonancia distinta a temas ya tratados, desvela un talento a seguir de cerca, en especial si nos atendemos a esta pequeña pero definitoria ópera prima.
Larga vida a la nueva carne.