Querido lector (si es que hay alguno), me ha salido un texto largo. Más vale que tengas a mano un café o un cigarro e intentes tomártelo con calma. A ver si al menos se disfruta de la lectura sobre los tipos que cambiaron Hollywood, Robert Altman y la cinta Secret Honor, una auténtica cinta maldita.
Los años 80 son vistos como una travesía en el desierto para muchos cineastas que habían revolucionado el séptimo arte en la década anterior. Del grupo de jóvenes creadores que había desafiado el modo de hacer y entender el cine establecido de Hollywood, la gran mayoría expulsados del Olimpo. Ellos habían salvado a la industria que irónicamente despreciaban, habían conseguido grandes éxitos de taquilla a la vez que impregnaban a sus obras de la tan ansiada autoría y en última instancia intentaron cambiar Hollywood desde dentro.
Aquello dio como resultado dos grupos de cineastas: los que se mostraron más indomables, rebeldes y poco dispuestos a dejarse llevar acabaron al margen de la gran industria durante toda la década de los 80. Ahí podemos situar a Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Dennis Hopper, William Friedkin, Francis Ford Coppola, Michael Cimino, Bob Rafelson, Hal Ashby, Mike Nichols o Robert Altman. Por el contrario, en las propias palabras de William Friedkin, aquellos que no daban problemas a los estudios alcanzaron la gloria muchas veces a cambio de perpetrar un cambio radical en sus planteamientos cinematográficos. Ahí están Steven Spielberg o George “juguetitos” Lucas. Aunque el director de Tiburón (Jaws, 1975) siempre fue mucho más honesto que alguien que empezó haciendo THX 1138, se alió con el terror de los estudios (un Francis Ford Coppola que intentó fundar su propio imperio) y finalmente hizo La guerra de las galaxias inundando la pantalla de infectos ewoks a la vez que mandaba a Roger Corman al baúl de los recuerdos —La guerra de las galaxias no pasa por ser, entre otras cosas y aparte de una gran trilogía, la típica cinta que Roger Corman hacía por menos de un millón de dólares pero con un presupuesto 50 veces mayor. La gente ya no quería ver cartón piedra y Roger Corman, el padre de la inmensa mayoría de los cineastas que asaltaron los estudios en los 70, acabó marginado y creando obras de serie Z directas al videoclub—. Y luego está Brian de Palma, claro.
Para los primeros, los años 80 fueron duros, lejos de sus anteriores éxitos salvo un puñado de excepciones, y aún más distantes del abrazo del público. Para los segundos, fue el final de la guerra por el asalto al trono de Hollywood; no había que luchar contra ellos, sino ser uno de ellos. Poco a poco, parte del primer grupo fue llegando a la misma conclusión.
Entre una de las cintas más ‹outside› que pasó sin pena ni gloria por la cartelera de la década de las excelentes E.T. el extraterrestre e Indiana Jones, destaca sin duda una obra puramente política de la mano de Robert Altman, que no volvió a tener un éxito hasta la estupenda El juego de Hollywood (The Player, 1992). Hablamos de Secret Honor.
Secret Honor es la adaptación de una obra de teatro donde sólo actúa un único personaje interpretado por un Philip Baker Hill, colosal en su primer papel en la gran pantalla haciendo de un Richard Nixon con algunas copas de más mientras examina su vida. Desde luego no es la típica obra que vaya a encandilar a todo el público, partiendo de la necesidad de que habría que saber algo de la historia reciente de los Estados Unidos y sobre todo del mandato de quien fue el trigésimo séptimo presidente del país de la estatua de la Libertad y la Coca-Cola con nata. En esto tampoco ayuda que toda la acción se realice en un único escenario y con un personaje solamente.
Robert Altman siempre despreció a Richard Nixon, el tipo que fue elegido para acabar con la guerra de Vietnam y acabó multiplicando por dos la presencia de tropas en el país a la vez que contagiaba la guerra a Laos y Camboya o le prendía fuego a Sudamérica mientras ordenaba atizar a los hippies que se aglomeraban a los alrededores de la Casa Blanca y espiaba a los demócratas. Otros dirán que fue un gran estadista que contribuyó a la relajación de la Guerra Fría y que hizo las paces con China. De todas formas, Altman, perteneciente a aquello que se llamo “la nueva izquierda”, siempre se la tuvo jurada a Nixon como algo personal. Es por ello que uno espera una cinta donde en el minuto uno le aticen al bueno de Nixon desde todos los flancos y no lo dejen ni respirar hasta acabar la obra. Vaya, eran muchos los que se imaginaban un panfleto político o que el director se dejara llevar por sus ansias de ajustar cuentas con la historia de quien siempre consideró el peor presidente de su país. Pero no es así.
La obra se rodó en una universidad donde Altman estaba impartiendo clases. Así mismo decidió que el director de la obra se encargará de la actuación del único personaje mientras él estaba detrás de las cámaras con sus alumnos. Se rodó en pocos días y fue la mejor práctica que pudieron tener esos universitarios.
Robert Altman enfoca la cinta de manera valiente e insólita, con un tratamiento probablemente sacado de la obra de teatro en la que está basado (y que el propio Philip Baker Hall interpreta). Tenemos un único escenario, la habitación de Nixon decorada con decenas de cuadros de personalidades americanas con las que interactúa con unas cuantas copas de más, sin olvidar las decenas de televisores que pululan por sala y un magnetófono donde el ex-presidente se confiesa. Y he aquí su primer gran acierto: Nixon es un hombre atormentado por sus fallos y faltas durante toda su vida, alejado de la imagen de prepotente y chulo que le acompañó a lo largo de su carrera. En suma, y a pesar de la imagen nefasta que da, la película dibuja un personaje patético, sí, pero ante todo patéticamente humano.
Es escalofriante recordar los momentos del hombre que se crece e insulta a todos mirando fijamente los cuadros, con otros donde se justifica desesperadamente como si estuviera ante el tribunal que decide si debe entrar al cielo o al infierno, salpicado de instantes donde se viene abajo y muestra una faceta humana inimaginable, deseando una absolución que nadie le dará ya, como cuando se lamenta en voz baja al hablar del presidente chileno Salvador Allende (su gobierno apoyó de forma entusiasta el golpe de estado que acabó con su vida) tras una exaltación de su propia persona o cuando toca hablar de Kennedy, el que fue su gran rival político y se le supone una enorme enemistad. Este terremoto emocional de Nixon es lo mejor de la función gracias a la reencarnación de diablillo repugnante al que se le escapan de las manos sus acciones y que intenta justificarse de manera poco convincente. El presidente de la obra es un presidente que se desprecia a sí mismo y que le parece insoportable vivir con su persona, que echa mano de su biografía para intentar verse como alguien que merece la pena. En suma, un presidente que prometió acabar con la guerra de Vietnam y la acabó liándola parda con el Napalm. Un presidente atrapado entre sus propios fantasmas, lo que quería ser y lo que terminó siendo, la vergüenza de la democracia por el escándalo Watergate y del que se han olvidado todas sus luces, que las tuvo, habría que añadir.
Megáfono en mano, Nixon va haciendo un repaso a toda su vida desde la infancia, llena de odio y cariño a partes iguales por todas las personas que estuvieron a su lado. Altman lo tenía fácil para hacer un retrato atroz de la persona y sin embargo tira por un camino poco explotado en el ‹biopic›. Y es que el gran acierto de Altman es hacerlo irreconocible y huir de la imagen preconcebida por sus detractores o seguidores, hasta crear una especie de Nixon de una realidad paralela que es perfectamente plausible con lo que sabemos o creemos saber de él.
Estando encerrado en un único escenario, el cineasta intenta huir de la teatralidad de la obra al introducir las pantallas televisivas que pueblan el lugar, que observan inquisitoriamente al personaje. El monólogo interminable de Philip Baker Hall es impresionante, con momentos de indudable intensidad acompañados de otros instantes donde se derrumba, chilla, llora, implora, lamenta o insulta. Cada bloque acaba con el actor exaltado totalmente fuera de sí, siendo juzgado por los fantasmas de los cuadros o la imagen que proyecta en los televisores. La cámara es elegante y está en constante movimiento con las acciones de Nixon.
El final es apoteósico, con un Nixon que termina absuelto de sus pecados, brazos en alto, mientras de fondo se escucha el sonido de la multitud aclamándole y gritando «4 años más», que fue la gran obra inacabada del presidente (realmente, son muchos los que sospechan que el presidente aupado con la mayoría absoluta más abultada de la historia norteamericana estaba dispuesto a permanecer en el cargo más de lo estipulado por la propia constitución).
La conclusión lleva consigo la revelación a la que hace alusión el título de la obra. Pues aunque se coge la figura de Nixon, el relato quiere ir más allá para hablarnos del poder. Lo que se viene a decir es que Nixon era un mandado (y eso se sabe que era así), pero que asqueado por manejo al que era sometido, planificó el escándalo Watergate para ser pillado con las manos en la masa y así poder abandonar un poder que le absorbía y destruía. Aquí se presenta el retrato de un hombre atrapado, de cómo los mecanismos de poder lo destruyen todo. Este final aleja más si cabe a la película del ‹biopic› para conseguir ser una obra política sobre la política.
Años más tardes, Oliver Stone, otro “entusiasta” del presidente (pero con el odio del converso: el polémico cineasta pasó de idolatrarlo a despreciarlo tras su traumática experiencia como soldado voluntario en Vietnam) rodaría el ‹biopic› Nixon (1995), mucho más conocido pero más flojo, donde intentado ponerle capas a su personaje acaba por desdibujarlo sobremanera, quedando en nada su trabajo y con una intención poco clara o confusa. Quiere mostrarnos un Nixon con sus luces y sombras, pero se olvida de hacerlo humano y no consigue evitar fabricar un mero muñeco por mucho que añada la famosa escenita con Nixon de rodillas rezando entre lágrimas, sin duda lo mejor de la función. Lástima.
Otro entusiasta del libro de Biskind, por lo que veo (me quedan un par de capítulos). Siempre me llamó la atención Altman (esas borracheras antológicas) y nunca me puse en serio con él, debería remediarlo. Probablemente no me atreva con ésta por no tener apenas idea de la vida de Nixon, pero intentaré hacerme un pequeño ciclo de su obra setentera, hasta el comienzo de la decadencia tras Tres mujeres.