Que Un castillo en Italia venga de uno de esos recibimientos tibios que de tanto en tanto brinda Cannes a sus contendientes no es sorpresivo, y es que el tercer largometraje de la italo-francesa (curioso detalle para comprender hacía donde se dirige y de donde viene la propuesta) es más bien una de esas películas destinadas a encandilar en mayor modo al gran público que a la crítica internacional; y no lo es tanto por no encerrar entre las cuatro paredes de la cámara un planteamiento ciertamente autoral, sino más bien por un carácter extravagante que, como es lógico y sucede siempre con los extremos, tanto puede jugar en su favor como en su contra.
A través del carácter del film, Bruni Tedeschi configura unos personajes que se mueven en el espacio creado por la cineasta y actriz a las mil maravillas: no sólo la relación entre esos dos hermanos y su madre resulta tan estimulante como divertida, además las pequeñas diferencias que los separan terminan siendo objeto de secuencias que saben envolverlo e ir confiriéndole un tono que es en realidad una de las grandes virtudes de Un castillo en Italia. Ese tono, que se devanea entre la comedia de visos dramáticos y el drama de contrapunto cómico, explota a la perfección una doble vertiente que es el verdadero filón de la obra: su marcada naturaleza italiana queda dibujada a través de la personalidad excéntrica de sus protagonistas, y relegada a un segundo plano cuando esa neurosis tan francesa en la que sumerge Bruni Tedeschi el relato de tanto en tanto aparece para dejar momentos sencillamente impagables, que dotan del sentido necesario a las idas y venidas de ese peculiar muestrario de personajes a los que seguimos en todo momento.
Esa contraposición cultural queda expuesta en el personaje central con una Bruni Tedeschi que se mueve como pez en el agua, pero es apuntalada necesariamente con la inclusión de dos personajes que aportan cierta madurez al conjunto. En ese sentido, el cariz más dramático que toma el papel de una siempre perfecta Céline Sallette, se propone como uno de esos contrapuntos necesarios que también adquiere la figura de Louis Garrel en un papel que, en primera instancia, nos presenta a un personaje casi irreconocible en la carrera del actor —esa personalidad y fuerza que suele acompañar a sus personajes brilla por su ausencia—, que con el tiempo se irá empapando en cierto modo de esa enajenación por la que se ve arrastrada de vez en cuando la protagonista, algo que termina quedando rubricado en el último encuentro entre ambos.
Centrándonos en esa faceta interpretativa, cabe destacar especialmente la relación entre la cineasta y su madre, Marisa Borini, que compone casi sin proponérselo grandes momentos, así como el monumental trabajo de un Filippo Timi inconmensurable, y es que el actor transalpino es, de lejos, el gran descubrimiento de Un castillo en Italia y ofrece la mejor interpretación del film, algo meritorio si tenemos en cuenta que nombres como los mencionados anteriormente (Sallette, Garrel) no son dados a relegar su talento a un segundo plano.
Otro de los factores que hace de Un castillo en Italia una de esas obras a reivindicar, es ese punto de empatía que se genera entorno a sus personajes, ya sea por ese voluble carácter del que hacen gala, que los termina llevando a situaciones —incluso desde el diálogo— tan descabelladas como hilarantes, o por esa propensión que muestran a acercarse a un drama tenue pero muy bien modelado, que va apareciendo soterradamente en la estructura del film y nos acerca un poco más a las interioridades de los personajes. Algo que, por otro lado, no parecía tan fácil como estipulan estas líneas: el hecho de que una familia aburguesada, que vive en el castillo del ya difunto padre de familia, y cuyo hermano ni siquiera está dispuesto a hacer de ese emplazamiento un lugar turístico para así poder sanar la situación económica en la que viven, no es precisamente el mejor contexto para generar empatía con el espectador, y sin embargo Bruni Tedeschi lo logra, con esfuerzo y compaginando drama y comedia del modo más idóneo para hacer del film galo una de esas pequeñas sorpresas que se presentan, casi sin querer, y le dejan a uno inmerso en un universo del que no querrá salir.
Larga vida a la nueva carne.