Existen pocos autores cinematográficos tan capaces de aunar personalidad y permanente expansión de horizontes creativos como Hayao Miyazaki. Es cierto que sus películas son siempre fieles a un estilo, siguiendo un modo determinado de entender y reflejar el mundo. Pero al mismo tiempo el director japonés siempre rechaza conformarse con una fórmula concreta, tratando de que su último trabajo se distancie notablemente del anterior. Un ejemplo evidente de ello es el modo con que dicho autor se desvinculó sin problemas de su etapa más abstracta (empezada con La princesa Mononoke, seguida por El viaje de Chijiro y rematada por El castillo ambulante) presentando una historia enteramente clásica y cien por cien entendible con su penúltimo trabajo, Ponyo en el acantilado. Es decir, el director de Porco Rosso jamás se acomoda a un modus operandi determinado, sino que busca nuevas fórmulas narrativas para ensanchar su estilo y expandir su universo personal. Y todo ello, no lo olvidemos, conservando siempre una firma autoral muy reconocible.
Tras pisar fuerte en sus tres películas más humanas (Mi vecino Totoro, Nicki la aprendiz de bruja y Porco Rosso) y dejar volar la imaginación en la trilogía de lo abstracto anteriormente mencionada, Miyazaki parece ahora pretender fusionar ambas etapas en un nuevo periodo creativo empezado con la mencionada Ponyo en el acantilado, en el que los recursos visuales más abstractos actúan exclusivamente al servicio del desarrollo de los personajes. Ahora ya no nos encontramos ante un festival audiovisual que remita a conceptos intangibles como la naturaleza (El viaje de Chijiro), la vejez (El castillo ambulante) o la enfermedad (La princesa Mononoke), sino que tenemos delante nuestro a personajes de carne y hueso con objetivos muy concretos, tales como hallar el amor o alcanzar un sueño de infancia. No se trata exactamente de un completo despojo de objetos fantasiosos con el fin de obtener un retrato crudo de la realidad (como sí podía suceder con la notable La tumba de las luciérnagas, dirigida por el compañero de trabajo de Miyazaki, Isao Takahata), sino más bien de una reducción a la mínima esencia de los mismos, ahora destinados únicamente a reflejar estados de ánimo y momentos de ensueño.
El viento se levanta puede resumirse como una bella historia plagada de tragedia, cuyo optimismo se esconde detrás de los sueños y de aquellos pequeños momentos de placer que en ocasiones la vida nos ofrece. Esta vez la recompensa no se encuentra al finalizar el viaje, sino en todo el trayecto y, especialmente, en nuestra capacidad de evasión, en este rincón escondido en la mente y al que nadie salvo nosotros puede acceder. Podemos observar en la película cómo los personajes se encargan personalmente de crear su optimismo y sus pequeños momentos de placer: el mensaje ya no es que la vida nos depara algo magnífico, sino que nosotros mismos podemos crear nuestra felicidad. Así es cómo el personaje principal de la aventura logra encontrar, en medio de un seguido de tragedias de apariencia interminable (el famoso terremoto Kanto que arrasó Japón en 1923, la crisis financiera del país, la enfermedad de la prometida de dicho personaje, la purga política antialemana de los años 30 y la posterior derrota bélica enfrente a los mismos alemanes…), su modo personal de envolver de belleza el drama que lo rodea.
Este cruce entre realidad y fantasía se convierte en la herramienta ideal para transmitir el tierno mensaje que Miyazaki pretende darnos: vivimos de los sueños. Con un tratamiento de sonidos impecable y una poética fijación en los detalles, la película jamás abandona el terreno de lo real, convirtiéndose en testigo de la cotidianidad pero insuflándonos al mismo tiempo una gran dosis de optimismo, siempre centrado, como dijimos, en el placer los pequeños momentos y en el poder de los sueños que aún están por cumplir. El resultado es un producto que no se asemeja a nada visto anteriormente, una deliciosa experiencia tanto visual como sensorial que sitúa a Miyazaki un listón todavía más alto del que ya se encontraba.