Aún hoy existen, en casi todos los países del mundo, pequeñas zonas invisibles de la geografía conocidas como reductos, lugares que ni figuran en los mapas y ni tan siquiera se tiene constancia que allí habite ser vivo de cualquier clase. Estos enigmáticos parajes no llegan a considerarse aldeas ni apartaderos, tal es su estado de indefensión ambiental; tan solo zonas muertas de paso entre una civilización y otra, entre pedanías que siguen resistiendo ante la ventisca y el olvido a fuerza de voluntad de sus habitantes, escasos y envejecidos.
Las raíces son algo que nadie puede rechazar. El aire, la tierra, las costumbres, suponen un fuerte apego para aquellos a los que les fue inculcado en el brote de su juventud. Crecieron con ellas, se criaron con ellas. Sus padres y sus hermanos huelen a ellas. Ese sentimiento de pertenencia, transferido por vía intravenosa e impreso de por vida en el corazón y en los sentidos, influye en la negación de esas personas por abandonar el lugar del que forman parte. Ni jueces, ni leyes ni liquidadores en tasación de seguros son capaces de cambiar este sincero y honesto fenómeno.
Los ciudadanos jóvenes y de mediana edad emigran conscientemente para encontrar mejores condiciones con las que mantener su vida, pero solo unos pocos valientes son capaces de rechazar esta idea. Uno de esos paradigmas es el que nos cuenta Melaza. A menudo, la mentalidad de colonizador occidental de la época moderna, consumista y electrónica, nos impide asumir que, para algunos habitantes, la carencia de luz artificial, de televisión o de internet dista mucho de ser una ausencia y un anhelo. Perdura, no obstante, en el frío proveniente de ninguna parte que cala los huesos, el sentimiento de pertenencia a esos escasos metros cuadrados de superficie terrenal que antaño florecía y ahora solo luce como barro angosto. Perviven las conversaciones, con vaso de agua aliviador, con el vecino de toda la vida sobre la salud, sobre los hijos que se fueron, sobre todos los que partieron para no volver y sobre los pocos que quedan, guardias de paso que los quieren echar de su hogar.
Este retrato de la vida rural dirigido por Carlos Lechuga posee una infinita capacidad de observación y tratamiento sutil en la descripción de ese inmovilismo geográfico y de los motivos que llevan a esos seres siniestros a cerrarse en banda frente al desconcertante avistamiento del exterior. Una Cuba próxima al corazón y sus costumbres, embellecida por el rastro de aquellos que la siguen engrandeciendo con su rutina. Su conservadora narrativa y su escrupulosa puesta en escena, predominante al minimalismo de orfebrería, otorgan un estatus de implicación con ese anacrónico relato sobre el paso del tiempo y su latente amenaza hacia aquellos que no parecen preocuparse por él, ante la soberbia y la austeridad latentes.
Ante un film de estas características, es mejor olvidarse de plazos, planes de objetivos y llamadas telefónicas. Una nueva forma de mirar, contemplativa y tenue, surge entre una imagen despojada de nervio, embellecimiento o insistencia. Este es un cine que se cuela por las rendijas de las ventanas y de la madera vieja de los tablones de suelo, dentro de casonas donde las cosas, por ausencia de ellas, suceden muy despacio y donde se te permite reflexionar sobre esa fugaz existencia que se desliza por manteles roídos y cuberterías rotas. Melaza no solo se revela como una propuesta al margen de filias, modas y estilos modernos sino también fuera del tiempo, trascendiendo parámetros y tendencias. Una obra que parece ir especialmente dedicada a todos aquellos que aún guardan resistencia y apego hacia lo que sienten suyo, por mucho que sea un pedazo de tierra sin fruto o una vieja casa de cimientos torcidos. Adheridas a las raíces más profundas emergen multitud de fuertes ramas que funden recuerdos, alegrías, amores y toda una vida como testimonio.