En el último plano de esta rara y apreciable película (debut del islandés Benedikt Erlingsson), caballos y personas transitan el mismo espacio con absoluta normalidad, casi confundiéndose. La imagen da la medida del nivel de integración de que goza este animal en esa pequeña comunidad que la cinta describe partiendo de historias mínimas y anécdotas jugosas acopladas a un único núcleo dramático, en la tradición de otras muchas narraciones corales (literarias o cinematográficas) que pretendieron capturar el respirar de un determinado lugar por la vía de la fragmentación narrativa y la observación caleidoscópica (de El llano en llamas de Juan Rulfo a la visión amable de Irlanda que nos ofreció John Ford en la menor pero reivindicable The Rising of the Sun). La estructuración de la cinta, casi episódica en su sencillez, permite trazar un pequeño cuadro de costumbres perfectamente ajustado pese a lo voluble de su tono, a medio camino entre el extrañamiento cálido de un Kaurismaki y el humor negro de György Pálfi. Lejos queda, en cualquier caso, la causticidad y el surrealismo de Roy Andersson o la agresividad cómica de Ben Wheatley, autores a los que algunos han evocado para hablar de esta película.
Pese a sus pequeños (y agradecidos) golpes de humor negro, estamos ante una obra esencialmente blanca, tersa, que no magulla al espectador. Los personajes (muy hábil y sucintamente descritos por Erlingsson) están generalmente pintados con benevolencia, aun con sus vicios a cuestas (el inolvidable alcohólico); se percibe, en fin, el cariño que su autor siente por ellos, pese a las situaciones problemáticas a las que a menudo los enfrenta (muy poderoso el fragmento que atañe al joven sudamericano, con ese recurso de supervivencia extrema que habrá quien asocie con el mostrado en el Tuareg de Enzo Castellari). Asimismo, la naturaleza, en su vertiente vegetal y animal, abriga a esta gente humilde y completa el microcosmos social construido por Erlingsson: vastos, bellos y peligrosos paisajes sirven de fondo a estas criaturas que, en su discurrir diario, se valen a su vez del apoyo que los caballos del título les brindan a la hora de desenvolverse en un territorio tan arduo como hermoso.
Es mérito de su autor, eso sí, el no caer nunca en la sensiblería, el populismo o el costumbrismo de trazo grueso. La elegante puesta en escena, la escasez de diálogos y su sardónico sentido del humor, aportan distinción a un relato que discurre con la placidez de un riachuelo, de forma serena y sin el más mínimo atisbo de aburrimiento, dejando que el amor que toda la narración emana por la fauna equina (en los créditos finales se especifica que toda la película está realizada por gente que vive y trabaja con caballos) se despliegue de forma discreta pero convenientemente aderezada con pequeñas gotas de malicia y redondeada con una capacidad de observación más que notable (perceptible, muy particularmente, en la habilidad de su director para narrar a través de gestos y miradas, prescindiendo de la palabra).
Poco importa, en definitiva, si el resultado global dista mucho de la grandeza, o si la propia modestia de su planteamiento condena la propuesta a la pequeñez y la intrascendencia (relativa, porque lo pequeño también se puede narrar con hondura y emoción), porque lo que finalmente perdura de la película de Erlingsson es el talento de su director para equilibrar tonos diversos (drama, comedia, romance…) y, sobre todo, para reflejar, con la pericia que demostraría un oriundo del lugar de marras, la idiosincrasia rural de esa región del país, y hacerlo, además, con sentido del humor, cercanía y ocasionales caídas en un lirismo extraño y conmovedor (los dos planos cenitales que muestran a los caballos muertos, por ejemplo). Lo dicho: un debut estimable que nos hace tener confianza en los próximos pasos que pueda dar su autor.