Hay algo de morbosidad tras las ondas sonoras. En realidad ese morbo envuelto en curiosidad existe ante todo lo que no podemos ver, podemos admitir que no conocer el rostro de aquellos que escriben sus opiniones en papel puede despertar fantasías que forman una imagen a nuestro antojo, pero son palos de ciego ante la falta de tono, algo que también añadimos nosotros a lo que leemos. Ahora bien, hay algo en esas voces que salen de la radio que engancha, tienen una melodía propia que nos empuja a idealizar a esas personas partiendo de algo real.
La maison de la radio, el último documental que filma Nicolas Philibert, al que tan bien vimos retratar al infante para reflejar el mundo en Ser y tener, es una ventana abierta a lo que sucede en la radio pública francesa, una paseo por los pasillos de Radio France para humanizar (más, si cabe) los misterios mejor guardados de la radio: la imagen de sus trabajadores y el fervor de su labor allí.
Sin invadir su espacio, Philibert planta la cámara ante el trabajo de otros, siguiendo el curso natural de sus quehaceres diarios. Vagamos entre programas musicales, noticiarios, redactores, editores, reuniones… tras cada puerta hay algo nuevo que descubrir, siendo esta casa un lugar de infinitas posibilidades. A todo aquello que surge de los aparatos reproductores les acompañan risas, papeles mil veces reformulados, gestos y muchos silencios esperando a que el mágico “en el aire” les de paso a compartir sus conocimientos con el mundo.
La cámara no parece escondida y aún así todos se mueven con naturalidad ante su presencia, quitándole importancia a dar la cara, algo que no es una costumbre en este medio de comunicación. En ocasiones divertido, siempre agradable, el documental nos acerca a la evolución de un día en las ondas, desde una activa mañana a la silenciosa hora del lobo donde los sonámbulos disfrutan de las veladas voces de los conductores de los programas.
Mucho más atractivo resultará para el público francés el documental, al tener la posibilidad de asociar la voz con las caras que nos muestran, siempre es todo un descubrimiento conocer a quien acompaña durante tantas horas a la gente desde su anonimato físico, es un efecto que no podemos considerar desde aquí, y sin embargo, no pierde fuerza su intención. La cercanía y la melodía de sus voces es innegable, sin importar de donde provenga, y en esta ocasión tienen un paso ganado hacia el público.
Pero la cotidianidad es algo que no se le escapa en ningún momento a Philibert, consiguiendo que parezca algo natural la repetición para conseguir una cuña perfecta, mostrando la versatilidad de los programas, en los que pueden ensayar una armonía perfecta entre músicos y coros, o dando paso a la improvisación total. Hay lugar para quitar importancia a las noticias que los redactores recogen para luego radiar con total seriedad a los oyentes y poner rostro no sólo a locutores, también invitados que nunca se despegan de sus papeles, escritores locales o reconocidos, actores que cada día paran por la calle, todo el mundo tiene cabida en la radio.
Pero no se destila únicamente la humanización total de esas voces y el trabajo que se esconde tras ellas, lo que se logra es dar una imagen totalmente respetuosa hacia el público, tras los micros lo único que se desea es llegar a gente tan anónima como muchos de ellos, para divertirla, informarla o complacerla, y así nos lo transmiten.
La radio, aquella que acompaña a tanta gente a cualquier hora del día, la que nunca duerme para compartir tiempo con los ciudadanos, tiene un aliado en el documental La maison de la radio, su magia atraviesa esta vez la pantalla.