Que la infancia suele ser uno de los pilares a la hora de forjar el carácter de un hombre es axiomático. Y la de Rithy Panh, si bien resultó difícil como pocas, ha hecho que luego este hombre haya hecho documentales tan duros como magistrales. Nacido en un tiempo de convulsión política en Camboya, allá por los años 70, vivió la dictadura de Pol Pot y los Jemeres rojos. Toda su familia murió en las largas caminatas que obligaban a hacer a los campesinos y él mismo acabó internado en un campo de reeducación, del que se escapó en cuanto tuvo ocasión.
El caso es que tanta miseria y sufrimiento, en vez de corromper su alma avivaron su carácter combativo y Panh, muy solidarizado con los padecimientos del pueblo llano camboyano, ha realizado una serie de documentales sobre las dificultades que se encuentran en diferentes ámbitos. Hay muchas obras destacables, como La tierra de las ánimas errantes, El papel no puede envolver la brasa o La gente del arrozal.
Cualquiera de ellas es un destacable canto al humanismo. Pero hay una entre todas que tiene un aire especial. Se trata de S21: La máquina roja de matar, la película más directamente política de toda la filmografía de este director.
En ella se aborda la conversión de una antigua escuela secundaria al S21, un centro de detención y torturas que tuvo la desgracia de ser el lugar donde se llevo a cabo un auténtico genocidio. Tan solo tres personas de las 17.000 que estuvieron presas sobrevivieron.
Panh consiguió reunir a dos de los sobrevivientes y hacer que revivieran aquella época tan dura y se reencontrarán con el edificio que simboliza el horror que vivieron y todo en aras de tratar de comprender la verdad. Para ello, además de las dos víctimas, consigue que sean los propios verdugos, chicos veinteañeros durante la dictadura camboyana a los que la propaganda lavó el cerebro y provocó que cometieran las atrocidades que cometieron, los que vayan narrando la historia.
De hecho, Panh solo pone la cámara, pero no interviene en ningún momento. Víctimas y verdugos son los que nos van contando una historia que se revela durísima. Shoah quizá sea el documental más conocido sobre el horror de los grandes genocidios, pero desde luego el film del camboyano es capaz de helar la sangre a cualquiera. Las torturas, el día a día, las ejecuciones… no es una cinta que deje indiferente a nadie.
Pero, al mismo tiempo, gracias a ese mismo recurso de conseguir que sean los verdugos quienes hablen, el film hace un auténtico ejercicio psicológico. Vemos como han evolucionado esos mismos carceleros que durante su juventud accedieron a dejar a un lado su humanidad y realizar actos tan deleznables. Vemos como se han dado cuenta en su madurez del auténtico significado de lo que hicieron. Vemos como la propaganda que les lavó el cerebro es útil a corto plazo, pero a medio y largo pierde todo su sentido. Vemos como los hombres que fueron la mano ejecutora que rompió un país viven ahora su propio infierno cada día, atrapados por unos recuerdos que no pueden borrar y temiendo el día que alguien les pida cuentas.
¿Y qué decir de las víctimas? Las víctimas parecen no buscar ya nada de lo que parecería lógico. Ni la verdad, que a fin de cuentas no va a cambiar nada, ni la venganza, ni la compensación. Lo único que parecen buscar es compartir su experiencia, que el mundo sepa lo que pasó dentro de ese centro donde un buen día la estupidez humana cometió todos los excesos contra los que alertaba la educación que se impartía en esas mismas salas.
El largometraje es tan duro como recomendable. A veces uno necesita una dosis de realidad para saber hasta donde puede llegar lo peor del lado humano. Y también para saber que el mal tiene sus propias consecuencias.