La provocación ética y estética forma parte del arte comprometido. De hecho es su origen, su germen. La incitación a la conmoción con los instrumentos empleados, con una original planificación de todos ellos y una perspectiva de uso atípica y modélica es, o debería ser, la base fundamental de cada paradigma artístico. La obra fija su necesidad (el autor implícito se responsabiliza en mayor grado que el autor real) ya sea de conmover, de entretener, entristecer o aterrorizar, produciéndose así una comunión entre las pretensiones disociativas del artista en su proceso creativo, su plasmación en el engranaje final, el método con que está llevado a cabo y los principios culturales de los receptores sociales sobre los que va destinada la obra.
Hablar, por tanto, de provocación o simplemente de alteración a las conciencias es un concepto íntimamente ligado al testimonio. Aunque el soporte a tratar, en este caso, se centre esencialmente en el cine y no posea aspiraciones literarias puras, el testimonio exige en ambas disciplinas una intencionalidad marcada y precisa, lo cual ya conlleva un proceso iniciático plagado de incertidumbres. En primer lugar, el autor debe ser consciente de los peligros que acapara una interpretación tergiversada, que tal vilmente es tachada de sesgada, sensacionalista o falsaria, lo que hace necesaria la voluntad de tener fe en el discurso del narrador por parte del receptor. Autor y espectador deben aceptar que el testimonio conlleva ante todo preocupación por la sinceridad y de que ser testigo implica responsabilizarse por la verdad.
El género testimonial, ligado y arraigado al formato documental, puede producir un notable efecto de realidad y provocar la sensación de experimentar lo real. No se trataría de una interpretación de la realidad codificada por una conversión simbólica, sino de una auténtica huella de lo real, de lo inaprensible e inexpresable, que se logra vislumbrar. Ese trazo natural permite al testigo encontrar su propia verdad, conocerse a sí mismo, descubrir en qué cree, refrendar su autenticidad, hallarla o incluso reajustarse, si es necesario, a la realidad fenomenológica más autosuficiente.
En la obra genérica del director camboyano Rithy Panh se desprende una apreciación sobre la influencia del género documental en fusión con una narrativa ficcional más acorde al celuloide, algo que algunos cronistas que desacertado a llamar de forma híbrida y arbitraria realismo mágico. Con esta unión de entidades expresivas formales, existe el convencimiento de que la ficción permite ahondar más en la realidad desde un punto de vista analítico. Se opera con abstracciones que permiten unas conclusiones más enriquecedoras, ergo las transiciones entre la diégesis perogrulla y la del documental son suaves y sutiles y su compleja interacción es la que lleva al espectador a su combite de reflexión.
El director busca una imagen perdida, una instantánea que resume y refleja el horror. Pero esta ha sido eliminada. Perdida entre los archivos. Condenada al olvido y al vago recuerdo de la memoria. A través de medios plásticos y artesanales, que en este film alcanzan la categoría más literal, el cine retorna al descubrimiento y la ilusión del encuentro con la historia misma. Con el vestigio de una vivencia ahora representada de forma libérrima y lúcidamente elocuente.
Volvemos de nuevo al concepto con el que se abrió este texto: la provocación, la transgresión de aquel que se atreve a informar o denunciar sucesos tabues o convenciones controladas por altas esferas, de tacto delicado, que supongan un trago amargo de digerir con un golpe certero sobre las conciencias o voluntades de los que someten y sobre las respuestas que desean tener los sometidos. Destacable es también la planificación y puesta en escena de sus películas, siempre aderezadas con un corte sofisticado y bohemio, así como una fotografía en la que prima la intensidad de los colores cálidos, una dirección precisa y sutil con los detalles. Más doloroso es lo que denuncia cuando mayor es la ternura con la que desdobla a sus personajes, tanto los más sufridores como los más intolerantes.
Panh no es sino un emisario que, lanzando una ramita a la tempestad, muestra su incredulidad y su inconformismo ante una sociedad que ha perdido el sentido de la vida y de sus propios recuerdos aciagos en post del sentido de la destrucción, ante la disciplina y la incomprensión de una autoridad que nos hace más bestias que personas. Una lucha encarnizada por la incomunicación del pasado y la cerrazón ajena por parte de unos seres que quizás se nieguen a recordar que toda novela de un país está escrita con páginas bañadas de sangre pero que, a todas luces, es necesario recordar.