La vuelta al mundo (ir)real es el punto de partida de La Paz, nuevo largometraje de Santiago Loza que salió del BAFICI con el premio a Mejor película argentina. Irreal desde la perspectiva de un muchacho que sale de una clínica psiquiátrica y, lejos de reengancharse a su pasado, ve como su presente se tiñe de tiempos pretéritos: tenía amigos, tenía novia y, seguramente, tenía un camino marcado. La cuestión es que el espectador poco sabe de esos detalles (más allá de un par de diálogos, primero con una ex, más tarde con un antiguo amorío infructuoso), ya Loza más bien prefiere hacernos partícipes de su presente. En ese presente, Liso no parece tener intereses o esperanzas de que un futuro mejor se avecina, y en el resguardo del hogar encuentra apoyo en la criada de la familia, Sonia, una mujer boliviana con una hija que parece ejercer una función materna a la que la propia madre de Liso ni siquiera se cerca. Fuera de las cuatro paredes de esa casa, Liso encuentra sustento en su abuela, con quien sale de tanto en tanto a dar paseos en una moto recién estrenada que sus padres le han comprado.
De este modo, el hogar, espacio que debería servir como pilar para volver a la normalidad, y los familiares que se encuentran en él (básicamente una madre que vive en esa casa aislada en sus pasatiempos y comparte su tiempo con Liso, y un padre que lleva una fábrica y parece más ausente que otra cosa en ese cometido que parece complementar su mujer), no son más que la reiteración de unos males que empiezan por la propia angustia que parece padecer el protagonista (desde el insomnio hasta esa especie de trances que sufre en ocasiones) y culminan en un proteccionismo mal entendido que lo único que hace es generar más dudas y un entorno poco propicio para su recuperación. Así, las conversaciones que mantiene con Sonia se sitúan prácticamente como un puntal en el voluble devenir de Liso, y esa añoranza que parece sentir ella por su país contrasta con el sentimiento de Liso, cuyos motivos por añorar o, simplemente, salir a la calle en busca de algo que tiempo atrás tuvo, una vida (social o no), parecen quedar cada vez más relegados a un segundo plano, por más que intente entablar relaciones que siempre se le terminan escurriendo entre los dedos.
Un tatuaje en la espalda de Liso, concretamente de la cara de su abuelo, nos sirve para conocer más detalles sobre como funciona su propio universo: forma parte de su cuerpo porque «Nunca le preguntaba nada», afirma literalmente. Ello, no es más que otro modo para avistar que ese paraíso que parecen haber construido sus padres entre todo confort posible ha terminado por girar las tornas de lo que realmente creían estar cimentando, de modo que la libertad acaba deviniendo una extraña dominación de la que no queda otro remedio que terminar saliendo para encontrar un recorrido propio.
Santiago Loza sabe apoyar su trabajo entorno a una abundancia de planos estáticos (los movimientos que existen, son contados, y se producen en momentos muy concretos) y una ausencia de banda sonora que refuerzan ese particular reflejo que el argentino nos brinda, y es que moldear un retrato como el ofrecido en La Paz sin emitir prácticamente ningún juicio sobre sus personajes (más allá de ese reproche de su padre a Liso) se antoja una tarea ciertamente complicada, en especial teniendo en cuenta el marco en el que nos sitúa (el de una familia adinerada), y los tintes que finalmente termina tomando su trabajo. Realizar veredictos, pues, no es el objetivo de Loza, y aunque finalmente el espectador pueda emitirlos con voz propia, el autor de Extraño sabe desmarcarse a la perfección de ellos trazando las constantes de lo que bien podría ser un viaje interno (o no) con sus causas y consecuencias (como es obvio) en un loable ejercicio dramático que desvela en ocho episodios un trayecto a esa tan añorada paz que ya desde un principio salpica su título.
Larga vida a la nueva carne.