Ni una ni dos, tres han sido las adaptaciones cinematográficas que han visto la luz a lo largo de este año centradas en las aventuras y desventuras de Blancanieves, el popular personaje que protagoniza el cuento homónimo de los Hermanos Grimm. Esto podría evidenciar las más que patentes carencias creativas que achaca el panorama actual del mundo del celuloide, de no ser porque el trabajo que el director y guionista Pablo Berger ha realizado con su Blancanieves consigue trascender no sólo a las anteriores adaptaciones, sino también al propio personaje y al ya conocido por todos mundo que le rodea.
La ambientación, el contexto y la forma son los puntos clave que consiguen que Blancanieves alcance dicha trascendencia; y es que el universo creado por Berger es tan arriesgado como efectivo.
La historia nos traslada a la España de los años 20; concretamente a una Andalucía en la que el folclore y el mundo del toreo son las piezas clave para ambientar una trama que, si bien es conocida por todos, consigue enganchar gracias a la frescura y lo insólito de la propuesta a nivel contextual, y a la gran baza —y a la vez triple salto mortal— que supone su impecable aspecto formal. Los mecanismos empleados por Pablo Berger para narrar este relato conforman un hermoso homenaje al cine mudo de los años veinte en el que la escasez de palabra no está reñida con la cantidad de sensaciones que se llegan a transmitir al espectador.
La banda sonora de Alfonso de Vilallonga viste con gran efectividad cada uno de los pasajes de la cinta moviéndose entre las composiciones más clásicas y otras de un cariz puramente andaluz que no hacen otra cosa que llevar hasta las últimas consecuencias la propuesta de la película.
Al espectacular trabajo sonoro hay que sumarle el impecable poderío visual del que Blancanieves presume, con una fotografía en blanco y negro que nos transportará inmediatamente a un universo gótico y puramente expresionista, rebosante de belleza y que poco tiene que envidiar —especialmente en el oscuro tramo medio de la película— a los juegos de luces y sombras de los que hacían gala Lang o Murnau.
Si a todo esto le sumamos la arrebatadora interpretación de Maribel Verdú, impecable en el papel de la malvada madrastra, y el debut en la gran pantalla de una Macarena García que da vida a una dulce y decidida Blancanieves, y que apunta maneras tras por su paso varias producciones televisivas, podemos afirmar que estamos, sin duda, ante una de las grandes películas del año y no sólo a nivel nacional.
Por desgracia, y aunque no lo parezca, la cinta tiene un par de pequeños inconvenientes que pese a no ensombrecer en exceso el maravilloso resultado final sí que resultan algo molestos, y estos se centran sobre todo en cuestiones de ritmo. Sumado a su anticlimático tramo final, a lo largo de lo poco más de hora y media que dura la película nos topamos con pasajes excesivamente lentos, que se hacen aún más densos si cabe al contrastarlos con las escenas que los flanquean, en ocasiones vertiginosas, y que hacen un uso del montaje y presentan un sentido del ritmo espectacular.
De todos modos, poco se puede echar en cara a la Blancanieves de Pablo Berger; una película arriesgada, hermosa y emocionante que supone un sentido homenaje al Cine —con mayúsculas—, y uno de esos productos que consiguen destacar como un oasis en medio de ese desierto privado de creatividad que es la industria cinematográfica actual.