En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la célebre novela de Philip K. Dick que inspiró Blade Runner, lo que soñaban los humanos era con lo auténtico, aun viviendo en un mundo desolador donde todo, hasta las religiones, eran refritos, remakes o réplicas de cosas que se hallaban en el último peldaño de la escalera a la extinción total. Quizás nuestra creciente ascensión hacia el perfecto mundo artificial (paraísos virtuales, hombres y mujeres cuasi biónicos, vidas prolongadas de forma antinatural, alimentos transgénicos, modas, músicas y películas recicladas hasta el infinito y más allá….), no nos prepare para el primer impacto de una película tan auténtica —tan torpemente auténtica— como Beasts of the Southern Wild. Es una obra rudimentaria en muchos aspectos y ni de lejos alcanza los tintes épicos que pretende, lo que a priori extraña por las buenísimas críticas recibidas a su —todavía— breve paso por este mundo. Críticas cuyo entusiasmo es como el de un padre ante un niño que da sus primeros pasos: es una apreciación surgida de la emoción, no del discernimiento ni la del criterio. Y la emoción no es tan solo la que suscita, a ratos, este irregular debut de Behn Zeitlin; sino el sentimiento comunal de encontrarse, por fin, ante algo auténtico. De respirar ozono entre tanto aire viciado. Beasts of the Southern Wild es, ante todo, una verdad. Retrata unos retazos de vida de una gente a la que nunca vemos en el cine y rara vez nos encontraremos en la vida real y que a priori nadie considera que merezca una película. Pero sí la merecen. No la merece tanto la niña protagonista (correcta Quvenzhané Wallis), que no deja de ser una versión en miniatura de la Pocahontas de Malick con todas sus pretenciosas disquisiciones; pero sí la merece ese mundo ficticio y un tanto metafórico que llaman La Bañera y que, pese a su miseria, los personajes se empeñan en mantener a viento y marea, entre tópicos que de tan ingenuos resultan encantadores y alguna ráfaga creativa que nos contagia el espíritu de lo que se está narrando aunque dicho espíritu acabe por flaquear en una historia que no sabe muy bien qué es lo que quiere contarnos y sobre todo, como quiere contárnoslo.
La presentación de La Bañera, al inicio, es realmente espléndida, bastan cinco minutos para introducirnos a la pequeña comunidad de la película, provoca esas cosquillas de anticipación que avisan de que puede acontecer algo grande. Desgraciadamente la película se adentra en un territorio pantanoso donde realidad y fantasía no acaban de encajar como debieran y aunque sigue ofreciendo algunas maravillosas escenas, el resultado final no alcanza ni de lejos lo que promete, quedándose en un extraño mix entre el citado Malick, Winter’s bone y La princesa Mononoke. Un punto no se sabe si a favor o en contra es el uso de la cámara en mano, también conocido como el estilo “cómprate un trípode, por tu puta madre”, tan querido por el cine en general y por el cine barato en particular. Me explico, odio el recurso en sí mismo, pero hay ocasiones en las que bien utilizada puede otorgar una expresividad nueva, abrir posibilidades, otorgar una textura distinta y cercana a lo que se está contemplando. En Beasts of the Southern Wild se da lo mejor y lo peor de esta técnica, pasando de imágenes bellísimas y llenas de magia a mareantes planos donde pasan de enfocar un torso de lo más poco significativo a un cubo de basura que ya hemos visto diez veces y así con todo.
Eso sí, hay que decirlo, los planos zumbones y la degradada vida del lugar además de las reflexiones filosóficas de la cargante niña van acompañados de una magnífica banda sonora, que a juzgar por sus intensos clímax nos está contando algo que la película en sí nos ha estado hurtando durante casi todo su metraje.
Y con todo esto ¿cómo es posible que una película tan condenadamente fallida haya recabado tales entusiasmos? La respuesta: Beasts of the Southern Wild pasaría sin problemas el test Voight-Kampff. En un mundo ahíto de perfección, su incontestable belleza reside en la más absoluta de las imperfecciones: lo auténtico.
Escrito por Cristina Lago