Siempre he creído que las personas tímidas son las que no lo reconocen abiertamente. Si lo hacen, no son tímidas: son orgullosas. Del mismo modo, pero por el contrario, el verdadero suicida es aquel que no avisa de cuánto se irá al otro barrio. El que insiste una y otra vez en que se va a suicidar, nunca acaba por hacerlo. En el mundo del cine, parece ocurrir algo semejante a esa timidez: un director te puede reconocer su incapacidad en su trabajo si le dejas tan solo unos minutos de intervención. Asegura la directora Claire Denis, en una entrevista, que le cuesta explicar cómo cristalizan en ella las ideas que llevan tiempo en su cabeza, y más aún ordenarlas. Para más detalle, afirma que al concebir Los canallas se encontraba en un momento vacío de su vida. Cuando uno escucha estas palabras, se pregunta si la francesa está justificándose a sí misma, en el peor sentido de la expresión, por la soberana chapuza que ha perpetrado en su última película, que no deja de ser tan solo un relieve más de los severos problemas que esta realizadora demuestra al asimilar esa cosa abstracta, caprichosa y carente de valor, entiéndase la ironía, llamada ‘narración’.
Algunas voces amigas que simpatizan con su cine me aseguran que Claire Denis no es una directora convencional, que su fuente de inspiración está más ligada a la vertiente experimental y que sus grandes bazas son la composición de atmósferas y el trabajo de fotografía, con tendencia a la transgresión y la hipnosis. Esto es, a mi juicio, una interpretación contradictoria: el auge del cine experimental, a nivel técnico, se produjo principalmente en la década de los sesenta, donde los principales soportes de filmación eran VHS y 16 mm. Pese a ser producciones epilépticas, rodadas en la clandestinidad y con muy poco presupuesto, en ellas lucían no solo una libertad creativa absoluta sino también una reflexión por las formas, los contornos, las luces de colores creando emociones. Tenían un gran sentir artístico.
Contrario a esto, Denis introduce en Los canallas el soporte digital por primera vez en su filmografía, un recurso que tiene que ver más con el control de sus productores y las limitaciones económicas que con el objetivo de servir a un fin plástico. Que su pulsión creadora sea más cercana a lo experimental no justifica la sensación de dejadez constante durante toda la película, con diálogos horriblemente escritos, situaciones turbias y grotescas que carecen de hilo conductor o justificador, una trama que se sigue a trompicones —si es que puede llegar a seguirse— en un avanzar hacia ninguna parte. La línea argumental está tan mal ensamblada que los parámetros mínimos concebidos en un film —los lazos de unión entre personajes, su parentesco o relación— ni siquiera se entienden en esta cinta. El espectador, más perdido que un gato en un matadero, acaba por desconectar de semejante inconexión y empieza a preguntarse qué es lo que pretende Claire Denis con su cine; qué espera conseguir o a qué tipo de público va destinado.
Conocido en ella son sus espasmos dramáticos injustificados, su limitación explicativa y sus finales inconclusos que dejan mil preguntas por resolver. En el caso de Los canallas, todas esas preguntas se reducen a una sola: el por qué de todo esto. El resultado es una película que dejaría algún tipo de poso si se llegara a entender, que presenta una especie de trama criminal y una conspiración donde la premura en los sucesos y la incapacidad de establecer nexos de unión entre las partes —calamitoso montaje, que a estas alturas ya se da por sentado— impiden por completo seguir el orden del relato. O lo que es peor aún: que no solo no satisfaga ni emocione ni interese en sus casi 100 minutos de metraje, sino que simplemente irrite. Profunda y soberanamente.