Tras ver Jimmy P., lo nuevo de Arnaud Desplechin con el (envidiable) tándem formado por Benicio del Toro y Mathieu Amalric al frente, uno no puede sino quedar sorprendido por la discrepancia y, en general, malas opiniones vertidas entorno al film basado en los escritos de George Devereux, especialmente por el hecho de no hallarnos ante un trabajo que se rinda a los extremos o cánones que precisamente pueden desde ridiculizar una propuesta hasta echar por tierra todas sus posibilidades.
En el caso de la obra del cineasta francés, que no está tan interesado en el propio núcleo del relato en sí como en sus personajes, parece que son dos los factores que han terminado haciendo de Jimmy P. uno de esos títulos a los que no resulta fácil enfrentarse: en primer lugar, una duración que expande casi en 2 horas la relación entre Devereux y Jimmy Picard, y lo hace más profundizando en el nexo descrito entre uno y otro que en los aspectos superficiales de esa enfermedad que padece Jimmy, y por otro lado un discurso desentrañado de modo un tanto particular por Desplechin.
Ambos presuntos «handicaps» no son motivo suficiente para despreciar un trabajo que, por suerte, va más allá de lo formal y sabe extenderse debido a un buen trabajo de dirección que se desplega con comodidad alrededor de las figuras de ambos actores, logrando trazar tanto momentos de una intensidad necesaria (por definitorios) en torno a esa relación como arrojar las conclusiones idóneas, que obviamente cruzan ese limbo que parece prácticamente demarcado por Dereveux y Picard.
Para lograr algunos de esos resultados, Desplechin delega en dos actores que ya han demostrado en no pocas ocasiones la calidad que atesoran, y mientras Benicio del Toro contempla a un Mathieu Amalric en estado de gracia durante los primeros instantes del film, es el francés quien cede terreno (o más bien, el puertorriqueño quien lo gana) a sabiendas de la importancia que debe cobrar el personaje de Picard, que a medida que avance en su relación urdida con el antropólogo, mostrará nuevos aspectos de su conducta que incidirán directamente en ese vínculo creado de un modo cuasi invisible.
El problema de Jimmy P., que lo hay, es que por parte de quien mayor interés debería percibir el espectador en el momento de ahondar en ese relato y sus deducciones, su director, no lo hace. No se sabe si porque el autor de Un cuento de Navidad prefiere desarrollar la obra en términos muy distintos a los que ofrecía a priori el material, o por el hecho de volcar todos sus esfuerzos en construir ese nexo que termina llevando casi todo el peso del film, pero sólo cobra la fuerza necesaria en unos pocos instantes, quizá no los suficientes como para que Jimmy P. pueda aspirar a algo mayor.
Quizá el camino a tomar hubiera sido conferir más importancia a esa crónica de la que realmente tiene, pues no hace más que quedar empequeñecida ante el talento de dos actores que saben sustentar sus personajes y el lazo que, poco a poco, les une, pero no por ello nos hallamos ante un mal trabajo ni mucho menos. Puede que sí uno falto de cierto riesgo, de cierta ruptura de las convenciones para liberarse y obtener resultados más palpables, pero lo cierto es que sus virtudes son capaces de sustentar (sin que se desmorone) un ejercicio que incluso en su conclusión final se muestra algo deslavazado, aunque en el realidad se pueda palpar más en su fondo de lo que en la superficie se estima que pueda haber.
Larga vida a la nueva carne.