Robert Bresson se tomó con calma su carrera como cineasta, en la que sólo dirigió catorce películas (trece largos y un corto) en cincuenta años. El prestigioso director francés es uno de los nombres más influyentes del denominado cine de autor o independiente, ya que ha marcado de manera notoria la puesta en escena o el universo temático de autores contemporáneos del calado de Paul Schrader, Michael Haneke, Ulrich Seidl, Aki Kaurismaki, los hermanos Dardenne, Tsai Ming-liang, Giorgos Lanthimos, Jia Zhang Ke y Hou Hsiao-hsien, por citar solo unos cuantos. Un autor que siempre transitó al margen de modas y de cualquier intención de entretenimiento, despojándose de los fuegos de artificio comunes en el cine convencional, a través de un marcado aire documental, con actores no profesionales, y dotando a sus historias de una fascinante dimensión espiritual y trascendente. La figura del director francés está unida inevitablemente a la de sus «Notas del cinematógrafo», realizada en la década de la cinta que nos ocupa, la de los setenta, mediante una recopilación de sentencias y cavilaciones sobre su manera de entender el séptimo arte, con las cuales se desmarcaba del resto de compañeros cineastas. El director de Al azar de Baltasar pensaba que el cine se había convertido en una especie de teatro filmado, y proclamaba que tenía que desprenderse de cualquier aspecto al margen de la simple expresión cinematográfica.
Bresson fue calificado por una parte de la crítica cinematográfica como cristiano jansenista (relativo a un movimiento católico que surgió en el siglo XVII y señalaba que el ser humano sólo puede alcanzar la salvación a través de la gracia divina, aunque sea a costa de su libertad). Por ende, se acostumbra a hablar de la religiosidad de sus películas, en las que solía otorgar mucha trascendencia a conceptos tan cristianos como la culpa, el perdón, y la redención de unos personajes que, aunque no tengan un destino muy alentador, acostumbran a finalizar su tortuoso trayecto con una pequeña victoria espiritual. Sin embargo, el peculiar director francés se desmarcó de esas aseveraciones y solo asimiló ese término religioso por el reconocido ascetismo de su puesta en escena. A pesar de todo, se trata de un autor con un universo ambiguo, que en muchas ocasiones parece coquetear con el materialismo, e incluso (especialmente en El diablo probablemente) con el escepticismo hacia las instituciones religiosas.
La película arranca con una noticia de prensa sobre un joven de veinte años hallado muerto en un callejón cerca de un cementerio. El relato vuelve seis meses atrás para mostrar la vida de ese joven, un inadaptado que transita con la mirada melancólica y la cabeza repleta de miedos y dudas existenciales que le impiden afrontar el presente. Charles es un virtuoso estudiante de matemáticas, pero abandona la escuela porque no ve ninguna razón para vivir en un mundo tan poco atractivo. Tampoco parece muy cómodo con su entorno «progre», que pese a ser consciente de los problemas derivados de la industrialización muestra un estado de apatía y una falta de sentimientos muy pronunciados. Para tratar de luchar contra esa sensación, busca en las experiencias más trascendentes la manera de intentar darle sentido a su deprimida existencia, acudiendo a reuniones, actos políticos y religiosos, o manteniendo conversaciones con desconocidos en el autobús, pero acaba indignado por la falta de definición de todos, y por sus respuestas superficiales y simplistas. El joven divide su corazón entre dos chicas, pero incluso el amor, es descartado como refugio para atenuar sus miserias, al contrario de lo que sucedía en Pickpocket. Tampoco las drogas ni el dinero consiguen llenar ese vacío, y empieza a tener tentaciones suicidas. Ante la insistencia de sus amigos visita al psicoanalista, pero decide abandonar por culpa de la simplificación que implica la sugerencia de que su rechazo a la sociedad tenga que ver con los malos tratos que sufrió en su infancia.
Durante los primeros compases da la sensación de que nos hallemos ante un filme contestatario de la década de los setenta de Jean-Luc Godard, debido a las preocupaciones de sus protagonistas, unos jóvenes existencialistas que ven con pesimismo la influencia del capitalismo y el futuro del medio ambiente, y se cuestionan temas tan actuales como el miedo a la expansión de las centrales nucleares, los vertidos del petróleo, y las diferentes formas de devastación de los recursos de la naturaleza. Sin embargo, las intenciones reales de Bresson distan mucho de las del director de Al final de la escapada, y al poco tiempo se destapa con uno de sus frecuentes relatos atorados de tristeza y fatalidad, de unos personajes que transitan como si fuesen almas en pena o autómatas, otorgando mayor importancia a sus cuerpos que a los rostros, con primeros planos de las manos (el uso de éstas en Pickpocket y El dinero no tienen parangón en la historia del cine) incidiendo en el intercambios de objetos de sus personajes, los pies, o la espalda. El autor francés utiliza una estructura similar a la de Una mujer dulce para desprenderse de cualquier atisbo de tensión al mostrar de inicio al joven muerto, con el mero deseo de contextualizar, ya que lo único de lo que no se nos informa es si fue fruto de un suicidio o un crimen.
La película está dominada por la oscuridad, tanto en la mente de sus personajes (la primera frase que suena es «Yo proclamo la destrucción»), como en lo visual (el filme se inicia con la oscuridad de la noche en el Sena y termina igual) y la luz suele a aparecer de un modo tenue en la mayoría de las escenas, si obviamos los encuentros en el parque. La llegada del color al cine de Bresson coincidió con su etapa más descafeinada, ya que sus relatos con alto contenido sentimental de Una mujer dulce, Cuatro noches de un soñador y Lancelot du Lac no parecían adecuados para sus impasibles modelos. Sin embargo, con su cuarto filme en color recuperaba buena parte de lo mejor de su filmografía, ofreciendo un triste retrato sobre la desesperación de la juventud, la alienación, el consumismo y la superficialidad del germen de la era tecnológica, y el desengaño post-mayo del 68. Sin duda, se trata de su trabajo más pesimista junto a Mouchette y El dinero, y eso es mucho decir porque el director francés nunca se ha cortado un ápice a la hora de exponer las vergüenzas del ser humano.
Si Bresson hubiese sido un autor más proclive al uso de la música en sus películas, no hubiese desentonado en absoluto el acompañamiento del No future-God save de queen de Sex Pistols. No es casualidad que el penúltimo filme de Bresson fuese rodado poco tiempo después del nacimiento del punk, el movimiento que surgió contra el acomodo de las formas del rock y de la sociedad, con un claro aire contestatario y provocador, que a priori parece en las antípodas del universo austero, conciso, seco y directo de Bresson, pero que mantenía unas constantes muy afines al discurso (si se puede utilizar ese termino con alguien que ejerce tal distanciamiento con lo que expone) nihilista de la cinta que nos ocupa; en la que vuelve a hacer gala de una severidad pasmosa como suele ser habitual, aunque (diría que por primera vez) hay lugar para alguna pequeña acotación cargada de ironía simbólica, como en la desconcertante escena de la iglesia con el amigo yonqui a quien pretende ayudar.
El diablo probablemente puede resultar algo cargante para el espectador que busque en el cine tener empatía con los protagonistas de las historias, ya que Bresson monta la narración en torno a la personalidad de un joven arrogante con evidentes aires de superioridad, aunque también muestra una enorme sensibilidad. Un tipo que se niega a formar parte de la sociedad y, a pesar de mostrar su enfado permanente con ella, no se sincera claramente hasta su visita al psicólogo, en la que comenta que su gran y único problema es que ve todo muy claramente, y si hiciese algo para solucionar los problemas de la humanidad sería útil en un mundo que desprecia. Para el recuerdo quedan un puñado de escenas, entre las que destaca una que parece pertenecer a La invasión de los ladrones de cuerpos, debido a su tono espectral, en la que el protagonista y su colega aseveran que los gobiernos son miopes, y son replicados por un pasajero que les advierte que éstos no tienen la culpa de la patética situación del mundo, y que los auténticos causantes son las masas, por su pasividad. La conversación termina con uno de los pasajeros señalando que la culpa de estos problemas puede ser del diablo, dando lugar a la frase que da nombre al atractivo título de la película.
Bresson , como suele ser habitual, se ampara en el distanciamiento y no acostumbra a realizar juicios morales a pesar de colocar a sus personajes ante dolorosos dilemas. No obstante, su mayor logo estriba en acoplar esas preocupaciones trascendentales a su personal puesta en escena, que no traicionó desde Un condenado a muerte se ha escapado (el trabajo que marcaría un estilo del que ya había dejado algunas señales en Diario de un cura rural). La cinta que nos ocupa es su incursión cinematográfica que trata temas más contemporáneos y más diáfanos (junto a la posterior El Dinero), sin dejar títere con cabeza, y lanzando multitud de cuestiones que requieren de la participación activa del espectador, pero sin ofrecer respuestas claras, mientras muestra pequeñas filmaciones de las asociaciones a las que acude y de la televisión sobre la devastación del medio ambiente (como la tala de árboles y el exterminio de focas) que intercala mediante su habitual montaje virtuoso con las clases universitarias. Unas tristes imágenes que aumentan la desesperación del espectador y sirven para enfatizar el enfrentamiento entre el mundo interior del deprimido protagonista y la realidad exterior.
El diablo probablemente supuso su penúltima película. Según cuentan las crónicas de la época, fue abucheada en Cannes, y en general tuvo una aceptación discreta inicialmente, pero con el paso del tiempo ha sido reivindicada con todo merecimiento, por su carácter visionario sobre la decadencia de una era y su influencia sobre sus habitantes. Una obra en la que vuelve a mostrar una visión austera plagada de imágenes desnudas en movimiento, amparada en el uso radical del sonido ambiente, las formas, las tomas cortas unidas con su portentosa precisión en el montaje, el ritmo (sus películas son muy dinámicas a pesar de tratarse de un autor que transita sin prisas en sus planteamientos), la planificación exhaustiva, y el fuera de campo llevado hasta las últimas consecuencias, eliminando mediante la elipsis narrativa los momentos más importantes de la acción, en beneficio de las secuencias de transición, con la intención de proponer una experiencia cargada de elementos íntimos de la realidad, provocando que sea la unión de todas las imágenes la que las cargue de emoción.
Como siempre, el cineasta francés se despoja de cualquier atisbo de espectacularidad, dramatismo, y romanticismo, en beneficio de incidir en la fragilidad de la idiosincrasia del ser humano. Para ello, vuelve a centrarse en los gestos, las miradas, y los movimientos de los cuerpos de sus fantasmagóricos personajes llevando a cabo acciones cotidianas que enfatizan su vacío existencial, con una enorme habilidad narrativa a través del uso de los espacios y los objetos, que tienen tanta trascendencia como sus actores, a quienes denominaba «modelos», y se caracterizaban por una inexpresividad que buscaba fervientemente (según parece, repetía las escenas hasta desesperar por completo a sus ocasionales actores y así conseguir la nulidad absoluta en la actuación).
Siempre he sido un poco crítico con sus maniquís porque en las escasas ocasiones que hay una convincente actuación, como sucede con la chica de Mouchette (mi Bresson favorito) y con el desesperanzado protagonista de esta cinta, su lenguaje alcanza mayores cotas, aunque hay que reconocer que se produce una extraña hipnosis atorada de lirismo existencial en el deambular habitual de sus más inexpresivos personajes a través de su minimalista visión, realizando las acciones más cotidianas mostradas de un modo deshumanizado, distante, y sin apenas interacción emocional. En esta ocasión acierta plenamente porque todos los seres que pueblan la pantalla (aunque no tengan intenciones suicidas) se encuentran inmersos en el más absoluto aislamiento emocional, con un sentimiento descomunal de indefensión, frustración y desesperanza ante todo su entorno. Un aspecto que les diferencia de los personajes de otros trabajos (salvo en Lancelot du Lac, cinta en la cual todos sus personajes iban también a la deriva) donde buena parte del peso de la ansiedad recaía en su protagonista.
Uno de los mayores logros de Bresson es su gran humanidad para retratar el vacío existencial a través de la psicología de sus seres, y transmitir fuertes sensaciones mediante la exposición de su angustia, de un modo que se encuentra en las antípodas del tratamiento de Ingmar Bergman (el líder espiritual del tormento psicológico en el cine) debido al implacable e insobornable desprecio por la actuación del director francés, quien la consideraba poco cinematográfica y muy teatral.