Por extraño que pueda parecer, por norma general es sumamente complicado hablar sobre esos directores a los que uno tiene en un altar y de los que pocos (o ninguno) fiascos se ha llevado. Como es obvio, no hablo tanto del hecho de escribir sobre ellos, que podría conllevar incluso llenar más huecos en blanco de los que uno dispone, sino más bien a intentar afrontar tal empresa desde un punto de vista que no lleve al lector a pensar en un acto gratuito de idolatría que apenas atiende a razones y, lejos de analizar el material que el autor de la reseña tiene ante sí, no busca más que otra excusa para desatar su admiración y dejar que esta haga el resto.
No obstante, el ejercicio crítico siempre permite otorgar enfoques que huyan del terreno conocido para ofrecer una nueva pespectiva al texto, y aunque en el caso de Wes Anderson pueda resultar más difícil todavía por esas características tan latentes en un cine que establece una distinción que no todos logran mantener con el paso del tiempo, lo cierto es que El gran hotel Budapest posee suficientes virtudes propias como para poder alejarnos de esos factores y ver en el film algo más que la refinación de un estilo que en los últimos compases de Moonrise Kingdom había adquirido ya cotas imposibles.
Lo primero que llama la atención en el nuevo trabajo de Anderson es algo que el de Houston había estado ensayando hasta la fecha, pero en ninguno de sus relatos había adquirido la fuerza y entereza que posee en El gran hotel Budapest: la atemporalidad. Y es que si en algo destaca esa crónica que nos lleva desde la Europa de entreguerras hasta la actualidad, abarcando tres periplos distintos de la historia reciente, es el hecho de saber confabular un universo propio en el que, aunque lo haya, apenas es necesario un contexto para dar rienda suelta a lo que vendría a ser el armazón central de la cinta.
No obstante, se antoja inevitable obtener un contexto por la propia naturaleza del relato: no necesitamos —en el caso de no conocer al autor— preguntarnos si la fórmula narrativa escogida forma parte de esa inspiración a la que el propio Anderson dice haberse acogido centrándose en la obra de Stefan Zweig, más bien atender a la virtud del autor de Bottle Rocket como cuentacuentos. Esa que desliza premeditadamente al arrojar una historia que prácticamente se apoya en dos narradores, y que lo hace como eje fundamental para hablarnos de una amistad que trascendió en más tiempo del que sus dos protagonistas podrían haber imaginado.
La amistad no es para Wes Anderson un tema sobre el que incidir constantemente, y nada mejor que un mosaico europeo pasado por su habitual filtro para armar otra delicia de suntuosas panorámicas y travellings donde descubrir cada pequeño detalle es todo un placer, más que nunca en El gran hotel Budapest, donde el detalle de la producción llega a unos extremos difíciles de imaginar en una era atiborrada de digitalizaciones y escenas desnaturalizadas desde el primer segundo de su nacimiento por ese afán de encontrar en el exceso lo que realmente busca el espectador en pantalla.
Ello podría resultar contradictorio: en primer lugar, por el hecho de que El gran hotel Budapest ha sido un auténtico (e inesperado) fenómeno en Estados Unidos, y en segundo lugar porque precisamente la apariencia que uno puede tener al enfrentarse al nuevo film de Anderson, es que esos ornamentos a nivel técnico se dirigen hacía el exceso, todo ello si no fuera porque la forma comulga a la perfección con el fondo, y esas trazas de comedia «minimal» juegan en otro terreno al encontrar en una elegancia y armonía del todo medidas un regazo en el que explayarse y hacer de la escena una virtud más.
Porque de ello se trata básicamente, de no reducir el escenario y transformarlo en un mero espectador, sino de invitarle a que juegue el papel determinante y que prácticamente se sumerga en cada pequeño pespunte, en cada gag, como si al formar parte de un todo encontrase complemento. Y, aunque si bien ese era uno de los aspectos que más había perseguido el responsable de Life Aquatic (siempre atisbándolo en algunos instantes —como los últimos minutos de Moonrise Kingdom—), no es hasta esta última cita donde lo consigue con creces, poniendo el broche perfecto a un cine predispuesto a ser paladeado en cada segundo de proyección.
No por ese motivo la historia deviene mero adorno, pues a sabiendas de que el texto debe jugar una función específica, no tanto en el desarrollo de los acontecimientos (que también) como en esos pequeños elementos que configuran aquello realmente importante en El gran hotel Budapest: las relaciones entretejidas casi sin quererlo (un simple y resolutivo diálogo, el gesto más humano) que nos llevan a lo verdaderamente primordial del film, como despojándose de ese microcosmos repleto de personajes singulares para llevar más allá lo que en la superficie pudiera parecer camuflado por esos trazos que se regodean en el absurdo más delicioso.
La conquista total de ese universo mínimo y disparatado (en el que, de hecho, M. Gustave no logra advertir un ápice de humanidad) llega con el más difícil todavía, la interpretación. Y es que Anderson, acostumbrado a contar con una «troupe» de la que ya no se ha despegado (Murray, Wilson, Schwartzmann… siempre estarán ahí, por pequeño que sea el rol que les regale), ha seguido expandiendo miras y ha sido capaz de mostrarnos la mejor cara de actores como Edward Norton o Ralph Fiennes, además de demostrar su versatilidad creando el papel de un Dafoe mayúsculo, al que pocos reconocerían si no fuese por sus particulares facciones de verle actuar en Life Aquatic.
Desplat continúa siendo el aliado perfecto, y parece como si Anderson pudiera afrontar lo que se le pusiese por delante casi sin meditar, como automatizando unos actos y unos rasgos que en última instancia, uno reconoce como vivaces, porque en ese lienzo dispuesto a la perfección, el instante cómico o el diálogo más llano consiguen hacer llegar esa emoción extrañamente encontrada a unos extremos donde uno ni siquiera la palpa, tan solo la contempla como un elemento más de ese universo, que se amolda a sus características y del que forma parte al apelar a un sentimiento que no se siente, se disfruta.
Larga vida a la nueva carne.