Era Raoul Ruiz un cineasta fascinado por el arte de contar historias, un enamorado de los enigmas de la narración. Quien haya disfrutado de la extraordinaria Misterios de Lisboa podrá darme la razón: complicado y preciso juego de cajas chinas, su tratamiento de la voz narrativa resultaba tan osado como apasionante, haciendo de ella probablemente la obra más ambiciosa y lograda de la amplia filmografía del director chileno. Pero, echando la vista atrás, esta embrujadora capacidad narrativa ya estaba presente en títulos como Las tres coronas del marinero, Klimt o incluso en el heterodoxo documental Hipótesis de un cuadro robado, una de sus películas más extrañas y estimulantes. Pues bien, Coloquio de perros, cortometraje rodado por nuestro hombre al poco de instalarse en Francia, recoge igualmente estas inquietudes que comentábamos, condensándolas en un jugoso experimento que, amparándose en la ironía, propone las nociones de “paradoja” y “determinismo” como ingredientes fundamentales a la hora de embaucar al espectador.
Coloquio de perros corre el riesgo de ser malinterpretado. Cerebral como todo su cine, la estrategia de Ruiz pasa por dejar de lado tanto la verosimilitud como la mesura narrativa —meros instrumentos prescindibles en sus manos— para centrar la atención en los mecanismos ocultos que todo narrador, en su condición de demiurgo, acaba disponiendo en su intento por capturar las imprevisibles corrientes subterráneas que rigen toda existencia (o algo así). De este modo, lo que en la superficie aparece como una improbable y grotesca sucesión de vidas sórdidas y acontecimientos trágicos es, en el fondo, una esquinada, fría y brillante reflexión sobre el propio arte de la narración, sobre la naturaleza artificiosa del acto narrativo.
Coincidencias imposibles y transferencias de personalidad se dan en la mano en una cinta que, adoptando la forma de la fotonovela (los únicos que se mueven son los perros, empecinados en su coloquio particular e incomprensible), se divierte haciendo de la vida de los personajes un puzle tragicómico e infinito coronado por la fatalidad. Fabulador travieso y desconcertante, pero también profundo, en esta miniatura rarísima logra tensar su capacidad hipnótica encadenando imágenes poderosas dentro de una cadena narrativa que pretende dar constancia de lo absurdo de toda vida o, quizás, de lo condenado que está el ser humano prácticamente desde el inicio de su existencia.
Aunque los detractores del realizador chileno puedan hallar motivos suficientes para alimentar la fobia a su cine (su lenguaje premeditadamente cerebral puede inspirar rechazo), los aficionados a juguetes intelectuales y sofisticados hallarán placer enredándose en este cuento sin moraleja sobre lo raro que es este mundo… o sobre lo raro que nos lo pinta quien nos lo está enseñando, en este caso un Raoul Ruiz que parece estar ensayando (a escala menor) las posibilidades narrativo-cinematográficos de su posterior y memorable Misterios de Lisboa.