De ramalazos autobiográficos (o eso se puede intuir ya que la propia Lecomte fue adoptada a los nueve años de edad) y una sencillez aplastante, el debut en largo de Ounie Lecomte nos sumerge en la crónica de una pequeña, Jinhee, que será abandonada por su padre en un orfanato regentado por monjas, donde tendrá que lidiar con la difícil decisión de su progenitor y encontrar su hueco en un hogar que parece muy alejado del suyo, en especial por esa carencia de una figura paterna en la que buscar apoyo.
Lecomte realiza su segundo trabajo cinematográfico (el primero fue un corto sobre el tema del aborto de título Quand le nord est d’accord) logrando perfilar un universo que, aunque se presenta como verdaderamente personal, también sabe resultar lo suficientemente sensitivo para conectar con un espectador que afortunadamente echará en falta el tan típico desdén dramático en este tipo de propuestas, rara vez encaminadas a mostrarse honestas, y se encontrará con una propuesta que prefiere sentirse tímida a arrastrar sus miserias por el celuloide.
El talento de Lecomte no sólo queda reflejado en una honestidad inquebrantable, también lo hace demostrando que posee un instintivo conocimiento del medio y puede resolver cualquier traba, por pequeña que sea, con una decisión fuera de lugar. Ello queda patente de buen principio cuando asistimos a los primeros compases de la historia de Jinhee, en la que observamos como sutilmente se introduce la figura de un padre no-presente (nunca se le ve el rostro con claridad, sus diálogos son escuetos…) del que sólo atisbaremos a ver su cara en el momento del abandono cuando, en un gesto casi autoindulgente, observa a su pequeña desaparecer a sabiendas de que nunca la volverá a tener a su lado.
Lo que podría ser un recurso funcional, se extiende al resto de un metraje que posee secuencias que, desde otro punto de vista, podrían haber socavado la delicada labor de Lecomte. Sin embargo, la cineasta de origen coreano mantiene firme un tacto que también se hace patente con la introducción de momentos mucho más delicados, tanto para la composición de la propia película, como para la comprensión de un relato que no acepta disonancias tonales y resuelve con gran sutileza todas esas asperezas, en parte lógicas por el desarrollo del propio personaje.
No hay que desestimar en esa labor, no obstante, el trabajo de una pequeña actriz, la también coreana Kim Sae-ron (a la que este año habíamos podido ver anteriormente en el thriller El hombre sin pasado), que parece conocedora de la importancia de su tarea en la obra, no tanto por el hecho de ser la protagonista absoluta, sino más bien por saber en todo instante entender cada secuencia y representarla con una audacia que le confiere un valor añadido a Una vida nueva, hecho verdaderamente importante en una cinta de estas características, que se aleja del drama más funcional con sapiencia y siempre busca un acercamiento de lo más perceptivo.
Tampoco cae en artimañas la propuesta de Lecomte, que decide dejar en el espectador la responsabilidad de ser juez y jurado de unos personajes que ni siquiera buscan la empatía del mismo (son como son, o se les acepta o no). De similar modo también se aleja de discordantes debates sobre la situación vivida por Jinhee y prefiere hacer eco de una percepción vital, la de la pequeña, que va cambiando a medida que avanza su estancia en el orfanato, siendo su relación con otra de las niñas que allí se encuentran el mayor bálsamo para que comprenda que la pérdida (en este caso, de su padre) también puede ser vislumbrada como una oportunidad y, aunque Jinhee siempre parece reticente a ello, al final parece que las verjas del orfanato se abren en un gesto casi automático por comprender su situación y su naturaleza, y saber como debe actuar para superar una momento complejo que dejará al espectador en un bálsamo gracias a la quietud con que Lecomte mueve un conjunto tan bello como irreprochable.
Larga vida a la nueva carne.