«Que le den por culo a este asqueroso país.»
Bure Baruta (1998), El polvorín en su traducción española, es una de las películas vitales del cineasta serbio Goran Paskaljević, rodada tras su regreso a Serbia, todavía con el nombre oficial de Yugoslavia, tras su marcha del país en el año 92 y antes de tener que largarse nuevamente ante la “entusiasta” acogida por los sectores más recalcitrantes y cercanos al poder serbio a finales de la década que lo acusaron de anti-serbio y anti-patriota. Para la ocasión adaptó la obra del macedonio Dejan Dukovski creando un estilo y unas malas pulgas que volvería a afinar en sus siguientes trabajos, siendo Optimistas (2006, Optimisti) su continuación espiritual más clara junto a Sueño de una noche de invierno (2004, San zimske noci).
El director serbio Goran Paskaljević vuelve a cargar con sus herramientas habituales (mala hostia, pesimismo por doquier y cierto realismo mágico) en una historia que trata de ser una radiografía de los sentimientos y esperanzas, o tal vez de la ausencia de ambos, de los habitantes de la Belgrado de posguerra.
Para ello contó con lo mejorcito de la interpretación de su patria para narrarno una historia coral donde los personajes van relacionándose entre si, y participando en episodios diversos que nos sitúa en un país que avanza hacía ninguna parte espoleados por un poder podrido, corrupto y que los guía hacía el acantilado mientras les roba y les miente sin pudor.
Goran retrata un mundo donde los amigos se odian, la gente desconfía de los demás, la policía es inútil o corrupta, las personas comienzan a perseguir sus sueños saltándose toda moralidad, cuando no directamente sobreviven como pueden a la espera de un milagro que cambie sus vidas. Donde por amor se mata, pero no se muere. Un país enfermo, llenando el relato de metáforas sobre la situación moral y política de la región balcánica. Porque la mirada negra y casi cruel del cineasta apunta a la desesperanza impregnada en unos habitantes atrapados, que malviven desorientados sin protestar, con historias humanas donde el director necesita muy poco para tocar la fibra sensible, como aquella acontecida entre dos viejos amigos que practican boxeo y empiezan a confesarse todas las mentiras y traiciones del pasado entre bromas y sonrisas a la par que se va cargando el ambiente.
La película debe visionarse teniendo muy presente las metáforas que afloran en muchas de las situaciones. La situación de Serbia se puede explicar desde la perspectiva de ese joven que roba un autobús aprovechando que no hay conductor, secuestrando a unos asustados pasajeros que no se atreven a protestar demasiado, para acabar estrellando el vehículo. Eso, nos viene a decir, es lo que ha sucedido con mi país. Eso es lo que los ultra nacionalistas corruptos amiguetes de Milosevic le han hecho a mi patria y a Yugoslavia. Una patria donde no parece haber en ningún momento sensación de comunidad o fraternidad. Una sociedad rota donde el pasado se olvida para volver a caer en los mismos errores (ese diálogo en el autobús: “¿Usted se acuerda de cómo era esto con los turcos?”; “No”. “¿Y con los alemanes?”; “Tampoco”. “Ese es el problema, que nadie se acuerda. Necesitáis otra guerra cabrones”).
Sin embargo, si bien es cierto que el director hace gala de un humor negro y desesperanzador, también lo es que, paradójicamente, suele ser tierno con los personajes que pueblan sus historias. Pienso que los años lo han vuelto más sarcástico e irónico, pero sigue conservando intacto su amor por cualquier hombre o mujer que aparece en sus películas. Esta dualidad hace mucho bien a su cine y evita regodearse en la desesperanza en exceso.
Su obra está llena de subtextos e intenciones que suelen complementar la historia narrativa y a veces se le ha tachado de enfangarse en exceso. El polvorín en una película a descubrir y sumergirnos en las historias que van salpicando el relato. Obviamente, no todas las situaciones están al mismo nivel, pero en conjunto acaba por ser una cinta reveladora de un estado mental catatónico y deprimente sobre la Serbia inmediatamente posterior a las guerras que sacudieron la antigua Yugoslavia (aún quedaba por estallar la situación en Kosovo y los posteriores bombardeos de la OTAN).
Hay que amar mucho la patria para crear una película como esta, llena de rabia y mala leche. Sólo alguien como Paskaljević podía hacerlo. Considerado “persona non grata” por las autoridades y ciertos medios de su país que le acusaban de traidor, yo lo tengo claro. Goran Paskaljević es el último patriota. El único de verdad.
Es por eso que su cine resulta tan imprescindible para comprender la historia moderna de Serbia.