Aunque la animación es, en cierto modo, uno de esos géneros donde el nombre pervive por encima de los logros o títulos (más allá de ciertos animadores que han marcado época como pudieran ser los casos de Lotte Reiniger o Ralph Bakshi, por citar dos ejemplos de distintas eras), de vez en cuando nos deja el talento de cineastas que, por una o varias aportaciones, bien merecen ser recordados en el tiempo más allá de sus propias obras.
Ese sería el caso de Jimmy T. Murakami, quien iniciará su carrera a mediados de los 60 en el terreno del cortometraje aportando desde un buen comienzo pequeñas piezas de lo más interesantes entre las que encontraríamos Breath, un sugerente e inspirado trabajo que ganó el premio a Mejor cortometraje en el Festival de animación de Annecy en un ex-aequo hasta con tres obras más, o Death of a Bullet, que realizaría a finales de los 80 en Irlanda, dejando durante poco más de una década algo menos de una decena de trabajos que empezarían a mostrar las inquietudes de Murakami.
Sería precisamente a inicios de los 80 cuando iniciaría su senda en el terreno del largo, pero no precisamente animado, y es que el californiano realizaría junto a Barbara Peeters (aunque su trabajo no aparezca acreditado) la cinta de terror y sci-fi Humanoides del abismo. Ese mismo año dirigiría (esta vez si) su debut en solitario con una figura como la de Roger Corman en tareas de producción (y quién sabe si algo más, tratándose del incansable productor y cineasta norteamericano) con una cinta de serie B, Los siete magníficos del espacio, en otro de tantos títulos inspirados en la obra maestra de Akira Kurosawa.
Unos años después, y antes de realizar la obra de mayor resonancia de toda su carrera, se encargaría de co-dirigir junto a Dianne Jackson el cortometraje The Snowman, que sería nominado al Oscar en su categoría, además de llevarse un BAFTA y algún que otro premio más. Ello, no obstante, no era más que el preludio al trabajo más laureado del autor, Cuando el viento sopla, que más allá de llevarse el máximo galardón en Annecy, se desvelaría como una terrible y conmovedora pieza animada entorno al horror post-nuclear a través de la perspectiva de una pareja de ancianos, que a buen seguro ha acontecido inspiración para tantos otros cineastas que han hablado más tarde de temas colindantes.
Tras ese logro, a mediados de los 80, y sorprendentemente, Murakami no volvería a realizar un largometraje animado hasta principios del siglo XXI, y combinaría sus tareas como animador y productor realizando alguna que otra pieza en corto y colaboraciones en el terreno televisivo. Ese último trabajo en un terreno donde no se prodigó en exceso, pero en el que dejó piezas inolvidables, sería su propia versión del Cuento de Navidad de Charles Dickens, que pasaría por el Festival de Sitges.
Ahora, y a la edad de 80 años, nos deja un talento que conviene rememorar como es debido, y que en los últimos tiempos había dejado todavía trabajos como el curioso cortometraje Sandpiper, pero del que todavía podremos conocer más a través del documental Jimmy Murakami: Non-Alien, que trata sobre el periodo de su vida que quizá le llevó a rodar Cuando el viento sopla, y en el que relata la etapa que vivió durante la IIGM.
Descanse en paz.
Larga vida a la nueva carne.