Creo que los años sesenta fueron la mejor década de la historia del cine. Los sesenta supusieron el nacimiento del cine moderno tal y como lo conocemos hoy día, siendo un hecho contrastado la nula evolución experimentada por el cine desde esos años; es más, todo intento de ruptura emanada en los últimos años es básicamente un tenue llamamiento a los radicales protocolos y esquemas brotados en los años sesenta, en los sesenta surgieron la Nouvelle Vague, el Free cinema, la Nueva ola Checoslovaca, la Nueva ola japonesa y diversas corrientes que dinamitaron los cimientos del cine clásico para hacer resurgir cual ave fénix a un novedoso séptimo arte que se adaptaba a los nuevos tiempos y espectadores cansados de las rutinas del viejo cine clásico. El cine polaco es un claro ejemplo de lo mencionado anteriormente. Sin una etiqueta universalmente aceptada, en Polonia aparecieron en esos años una serie de cineastas que revolucionaron la forma de hacer cine de la Vieja Europa. Dentro de ese selecto grupo de artistas, Jerzy Skolimowski ocupa un lugar de privilegio gracias a su singular y personal universo en el cual con un sano empleo del surrealismo y la sátira más beligerante fue capaz de denunciar la decadencia imperante en la sociedad polaca de su época.
Con La barrera el autor el polaco alcanzó una de sus cimas artísticas con un unánime reconocimiento a nivel mundial. Sin duda La barrera es una de las más descarnadas y clarividentes denuncias del hastío presente en la juventud polaca de los sesenta en contra de un Régimen Comunista decadente y corrupto que atenazaba cualquier intento de reforma libertaria en una juventud que miraba con ojos anhelantes los movimientos estudiantiles pro derechos civiles y libertinos situados más allá del Telón de acero. La cinta es fundamentalmente una farsa surrealista de tintes oníricos enmarcados en las trincheras del cine experimental de la época que utiliza los patrones clásicos del cine romántico, es decir, la típica historia de chico busca a chica, para lanzar una afilada e innovadora metáfora de la rutinaria y vacía vida existente en la Polonia comunista.
Uno de los aspectos que me cautivan del film es el hecho de que esta denuncia no se construye desde el drama más demoledor, al contrario, ésta se edifica sobre la base del humor más hilarante y subversivo tal como si de una especie de El ángel exterminador de Luis Buñuel se tratara. Y es que el realismo mágico de trincheras (aquel que alcanzó la maestría total en Milagro en Milán de Vittorio de Sica) está muy presente a lo largo de la trama que esboza el film. La cinta es un fiel retrato de la preocupación de la juventud por cambiar una sociedad oscura y sombría que únicamente ofrece a las nuevas generaciones un futuro deprimente y rutinario, reduciendo la existencia a una simple programación de procedimientos y experiencias que convierten al ser humano en un mero robot ejecutor de tareas proyectadas por un ente superior devorador de expectativas (el Estado procurador del bien común frente a la satisfacción de necesidades individuales).
Pocas cintas ostentan un simbolismo alegórico tan inteligente y afilado como el film objeto de esta reseña, empezando por el hecho de que los protagonistas carecen de un nombre que individualice su personalidad. Así, no sabemos cual es el nombre del protagonista, ni de la conductora de tranvías de la que se enamora, ni de su padre, ni de sus compañeros de estudios… Sencillamente los intérpretes se llaman por el nombre de sus respectivas profesiones, símbolo este que critica la absorción del ente individual por las poderosas fauces del estado y una ordenación social colectiva. La primera escena fotografiada por Skolimowski es una clara prueba de las intenciones del polaco: con una fotografía sucia de tono nebuloso, la cámara se fijará en las manos atenazadas por la espalda por unas funestas cadenas de unos jóvenes arrodillados en una postura de denota una clara sumisión. Acto seguido aparecerá en primer plano la cara del protagonista lanzando una proclama en contra del poder coercitivo pleno de corrupción de un Estado que dirige las vidas de sus ciudadanos ofreciendo por tanto nulas expectativas a la juventud perteneciente a la clase media trabajadora ansiosa de progreso y libertad.
A partir de esta presentación del personaje la cinta discurrirá sin un hilo conductor lineal abandonando los trazos argumentales clásicos, optando por tanto por los mandamientos del cine de arte y ensayo de escenarios oníricos deslavazados en el espacio y el tiempo. La cámara seguirá como un sigiloso espía a este individuo fotografiando sus extraños juegos masoquistas compartidos con sus compañeros de estudios. Igualmente perseguirá a nuestro héroe en su viaje a ninguna parte atravesando las funestas y desoladoras calles de una ciudad polaca sin nombre y sus encuentros con totalitarios médicos que sacan la sangre de unos obligados donantes (símbolo del carácter parásito y chupóptero de los altos funcionarios del Estado), también en su visita a su enfermizo padre cuya aquiescencia ha sido absorbida por su monótono trabajo en una impersonal fábrica o en su intento por superar esa barrera que impide la realización de la sustancia personal, hecho que es fotografiado de modo surrealista en una especie de escalada de la pared de un edificio con objeto de lograr una inalcanzable cumbre, de modo que en el camino hacia la misma el protagonista se va topando con unas aves atadas a las ventanas del edificio que se presentan como premios imposibles de adquirir por el esforzado ciudadano.
En la siguiente parada el sufrido protagonista compartirá un paseo en círculo con una muchedumbre en medio de una tenebrosa niebla que ciega la visión de los viandantes. Esta es una de mis escenas favoritas, la cual volverá a aparecer en pantalla justo al final de la cinta, ya que manifiesta el circulo vicioso en el que está enfrascada la juventud polaca, que sigue los pasos de una colectividad carente de instintos de libertad que únicamente se frena o mueve a la luz de los semáforos que accionan los políticos corruptos. Y tras esta secuencia que manifiesta la prisión imperante en la Polonia comunista, el trayecto iniciado por el joven estudiante de medicina se dirigirá sin rumbo fijo hacia otros escenarios menos deprimentes. Así, nuestro protagonista ataviado de un sable y una incómoda maleta perteneciente a sus antepasados, atravesará las vías que separan la realidad de la fantasía. En esta travesía onírica conocerá a una joven conductora de tranvías que dará lugar tras este primer contacto a una incipiente atracción amorosa mutua. Seguidamente la pareja acudirá a un restaurante de lujo que ofrece distintas tarifas en función del tratamiento que se desee recibir por parte de los empleados del mismo y que para colmo ostenta una decadente orquesta. A continuación los jóvenes compartirán borrachera y ridículas coreografías con una panda de corruptos vestidos con un caricaturesco sombrero de papel que recuerda a las escenas de la reciente La gran belleza o a la fiesta de la asfixiante La oreja otra película que denunciaba las purgas y la decadencia del Régimen comunista en este caso en la Checoslovaquia de los sesenta.
Este camino sin una deriva clara emprendido por el protagonista se potenciará a través de diversos impactos sin sentido en primera instancia incluidos en el metraje para provocar cierto desconcierto en el espectador. Y es que conforme avanza la trama el estilo alucinógeno de la misma se va instaurando en el film adoptando un esquema que lo emparenta con las obras más desquiciadas de David Lynch. Los distintos rituales que exhibe Skolimowski estallan en la cara oculta de nuestro cerebro de modo que sus poderosas imágenes logran hipnotizarnos subliminalmente, sin que podamos ejercer trabas a su hechizo fascinador. Y es que escenas como la del ascenso a la plataforma de saltos de la pista de esquí en la que se muestra a un quijotesco joven armado con sable y maleta que se lanza a la aventura sin un fin concreto, sino que básicamente pretende dar rienda suelta a su libertad e imaginación (único resorte no controlado por el Estado comunista), son pura dinamita.
Porque la película en mi opinión es una parábola quijotesca de cosmos muy cervantino que gira en torno a la lucha por defender los ideales individuales en un quimérico viaje plagado de molinos de viento que hacen las veces de gigantes que edifican esa barrera que trata de saltar el protagonista del film y que da título a la cinta. Nuestro particular Quijote es un ingenuo joven que buscará y hallará una Dulcinea con la que compartir sus aventuras en busca de la tan ansiada libertad. Y es que al igual que Cervantes, Skolimowski trató de dar forma a una obra que plasmara la lucha por la libertad y las creencias individuales llevadas a cabo por un idealista protagonista en lucha contra esas dificultades presentes en la sociedad comunista de la época. Como Don Quijote, el protagonista batallará sin descanso por cambiar el decadente mundo en el que vive con la única defensa de sus sueños y anhelos, que si bien parecen en un primer momento actos derivados de la locura del hombre, son los que seguramente podrán derribar esas barreras que impiden el ejercicio de la justicia y la felicidad en buena parte de la humanidad.
Todo modo de amor al cine.