Diecisiete años —que se dice pronto— han transcurrido desde que Danny Boyle trasladase la novela de Irvin Welsh Trainspotting a la gran pantalla. Con su secuela, titulada Porno, en un limbo que augura un futuro incierto a la producción —pese a que Boyle afirma que se encuentra trabajando en ella—, es el momento de apartar a un lado a Renton, Sick Boy y demás personajes del mencionado díptico para abrir paso al sargento Bruce “Robbo” Robertson, el agente de policía más depravado de Edimburgo que, encarnado por un James McAvoy desatado, protagoniza Filth, la nueva adaptación al cine del peculiar universo novelístico de Welsh.
Filth, segundo largometraje del realizador Jon S. Baird, se estructura en torno a un gigantesco MacGuffin con la forma de un caso de asesinato que se asigna al sargento Robertson en plena lucha por un ascenso de rango con sus compañeros. Susodicha investigación no supone más que un mero mecanismo para centrar la mirada en lo que de verdad importa; porque Filth no es un thriller policiaco que gira en torno a la intriga. Filth es, simple y llanamente, el retrato robot de la psique de uno de esos «hijos de puta entrañables». Un descenso a las parcelas más oscuras de la psique de un personaje con una riqueza y profundidad inusitadas a juzgar por la chabacanería de las capas más superficiales.
Muchas son las bondades que atesora este filme que, se me antoja, cuanto menos, fascinante. Más allá de la necesaria —y genial— lisergia audiovisual que acompaña los excesos de Robbo con el sexo grotesco, la coca y el scocth, y que llega a recordarme en cierto modo al sello estilístico del Bronson de Winding Refn —con la que Filth comparte trazas de su código genético—, el gran pilar sobre el que se sostiene la cinta —siempre orquestado por el tour de force actoral que ofrece James McAvoy en estado de gracia— es el inesperado carrusel emocional al que Baird nos arrastra de la mano de su inestable protagonista.
Conforme avanza la trama y vamos descubriendo más retazos de la intrincada personalidad del sargento Robertson, Filth va adquiriendo una densidad y una profundidad emocional que logran lo imposible: que empaticemos con el que, a priori, es el ser más despreciable, ruin y cabrón de toda Escocia después de una evolución como espectadores que acompaña a la del personaje.
Los primeros compases de la cinta conforman una oda al exceso, el cinismo, y la misantropía desmedida. Todos y cada uno de los «antivalores» que despliega Robbo no consiguen otra cosa que arrancarnos carcajadas con una muestra de humor negro de primera categoría. Secuencias después, la simpatía se torna en una simple «tolerancia incómoda» próxima al desprecio para, una vez se nos desvelan los secretos más ocultos del personaje, comprender hasta cierto punto su actitud, sentir lástima por él y pasar por el último acto de la cinta con un nudo en el estómago gracias a una carga dramática que uno no espera encontrar ni por asomo bajo una fachada tan zafia como la del propio protagonista.
Filth es única en su especie y una verdadera joya de principio a fin —secuencia de créditos final inclusive—. Es una cinta vigorosa, desenfrenada, divertidísima, obscena, salvaje, repleta de excesos, cinismo y de un humor de tan baja categoría que sólo los paladares más finos sabrán apreciar. Pero todo esto no es más que una máscara que intenta ocultar la parte más delicada del filme; esa parte que, rompiendo con su imagen exterior, ofrece una delicadeza inimaginable de buenas a primeras, exactamente igual que su personaje protagonista.