Después de tres películas en las que se había olvidado de presentar su querida dualidad de realidades, con El amor por tierra (producida en 1984) vuelve a recurrir a varias de sus obsesiones con una duración mastodóntica, cercana a las tres horas, adentrándose en un ejercicio juguetón en torno a la creación de ilusiones, en el que vuelve a cobrar importancia una cariñosa relación entre dos mujeres, que en esta ocasión se verán distanciadas por conflictos románticos dentro de una pequeña compañía teatral cuya sede es una extraña mansión que hace las funciones de escenario teatral. La película marca el inicio de su etapa más prolífica como cineasta en la cual continuaría de un modo sugestivo con todas sus obsesiones, pero con un tono más académico y menos transgresor, que coincidió con la incorporación del guionista Pascal Bonitzer, con quien desarrollaría una prolífica relación hasta su última película. Aquí nos habla de la idealización en la creación artística de la figura del amor perfecto, y de la escasa imaginación que lleva a muchos autores teatrales o cinematográficos a reescribir su vida en una obra, pero no se olvida de retomar sus habituales ejercicios con la experimentación en la actuación, que en esta ocasión parece utilizado en el universo del director francés como alegoría de la transformación y de la renovación del ser humano, también afectan a la obra representada en el filme, en la que el director teatral otorga a sus personajes la opción de cambiar el final a su antojo; algo parecido, aunque más exagerado, a su proceder como director de cine. Los ensayos, pese a ser el núcleo de la narración, tienen menor espacio del esperado para ser un filme de Rivette, pero se apoderan paulatinamente de la vida de los miembros de la compañía que verán con estupefacción como la obra teatral se adapta a la realidad del presente, y cómo ésta también se adapta a la representación teatral. Tampoco podían faltar los elementos fantásticos y oníricos en la trama como las visiones provocadas por la aparición de un mago vidente, o el misterio propiciado por una mansión atorada de secretos en la que hay una habitación prohibida y se escuchan extraños sonidos que perturban a las nuevas inquilinas.
Al año siguiente, tras una gran cantidad de películas con el sello intransferible de su autor, en Cumbres borrascosas (Hurlevent) decidió adaptar de un modo frío y seco la novela de Emily Brontë en un trabajo que cuenta con algunos puntos de conexión con el lenguaje cinematográfico minimalista y distante de su compatriota Robert Bresson (pese a utilizar muchos más diálogos y otorgar un tratamiento a la actuación del que rehuía el autor de Mouchette y Pickpocket), que aún depuraría más en Juana de arco. La película se divide claramente en dos segmentos con una elipsis de tres años en el medio separada por un sueño. Jacques Rivette utiliza en esta historia de amores no correspondidos dos escenas oníricas más (una para cada miembro del trío protagonista) con la intención de introducir al espectador en las mentes aturdidas de sus personajes, aunque están colocados de un modo que cuesta diferenciarlas y no tienen la intención de formar parte de otra realidad como suele suceder en el universo del director francés. Formalmente, muestra unos bellos exteriores, y se preocupa de la influencia del clima con un entorno marcado por los cielos tranquilos del atardecer, los paisajes soleados y las noches oscuras, colocados con la intención de conectarlos con los sentimientos de los personajes; y cuenta con una bella banda sonora con la participación de El Misterio de las voces búlgaras que contribuye al perfil melancólico que acompaña a la narración. Sin embargo, deja una clara sensación de mero ejercicio de formalismo y se encuentra entre sus obras menos personales, como suele suceder siempre que adapta una obra literaria; lo cual no quiere decir que no sea una meritoria aportación con un enfoque menos folletinesco a una historia tan manida en el cine y la televisión, en la que vuelve a alardear de varias de sus principales virtudes: una puesta en escena detallista, y una lograda naturalidad en las maltrechas relaciones entre sus personajes atormentados, que en esta ocasión están interpretados por un grupo de actores jóvenes poco habituales en el universo del director francés, aunque haya un par de secundarios de su séquito.
Cuatro años después, con La banda de las cuatro, nos sumerge en una narración fresca y ágil con claro aroma de cine noir y de tragedia griega, manejándose como pez en el agua con situaciones ya tratadas a lo largo de su extensa trayectoria como director (teatro, conspiraciones, complots, chantajes y elementos fantasmagóricos). En esta ocasión cuenta con un grupo de mujeres más numeroso que nunca para retomar sus inquietudes con el proceso creativo del teatro para contrastar la vida de la representación con la representación de la vida. No en vano, siempre ha dicho que todas las películas (las suyas y las del resto de cineastas) son sobre el teatro, y no existe otro tema. Las preocupaciones de Rivette aparecen resumidas y unidas en una variación más accesible, a pesar de contar con la serenidad de sus habituales planos largos, y las extensas secuencias de diálogos en las partes teatrales que aturdirán a los no iniciados por las escasas conexiones existentes entre las dos realidades que plantea la película, pero que utiliza para mostrar sus habituales experimentos con la actuación en el cine y para realizar algunas acertadas apreciaciones en boca de la exigente profesora interpretada con maestría por la gran Bulle Ogier. La casa en la que conviven las jóvenes se convierte en un escenario teatral atorado de seducciones, misterios, secretos, mentiras y conspiraciones a raíz de la aparición de un visitante masculino con ambiguas motivaciones (más preocupado de incordiar y manipular la existencia de las cuatro mujeres que de llegar al meollo que le llevó allí); mientras que el teatro hace las funciones de hogar por la seguridad que obtienen estando allí con su admirada profesora. La cinta depara un estudio atractivo de las personalidades, bien diferenciadas entre ellas, de las cuatro simpáticas protagonistas y es uno de los trabajos más destacados de su segunda etapa.
En La bella mentirosa (su siguiente filme de 1991) se inspira muy levemente en una de las novelas con menor repercusión de su admirado Balzac, ubicando la narración en otro tiempo y lugar a lo largo de cuatro horas de puro cine introspectivo que se hacen cortas. La película supone uno de los trabajos más minimalistas y radicales del autor francés, narrada sin artificios y con un ritmo hipnótico mucho más pausado que en la mayoría de sus obras. Pese a todo (posiblemente por la presencia constante del cuerpo desnudo de Enmanuelle Béart) es una de sus películas que poseen mejor aceptación popular y de crítica de su extensa filmografía (ganó el premio especial en Cannes) y ha sido uno de los pocos títulos de Rivette estrenados en España. Aquí se adentra en las turbias y cambiantes relaciones que se establecen entre el veterano artista y su modelo (interpretada con solvencia por una Enmanuelle Béart, quien se pasa gran parte de la película sin ropa en unas posiciones muy incómodas y poco eróticas a pesar de su incuestionable belleza física). La mayor parte del tiempo la narración tiene lugar en el estudio del artista con escenas en solitario del pintor y la modelo en su compleja tarea, centrándose en la sutileza de sus diálogos y su apasionante relación, en unos momentos caracterizados por la inquietud y la incertidumbre de la relación por culpa del egoísmo de ambos (especialmente del artista), en la que se mezclan la lucha de poder con una evidente tensión sexual. El autor francés cambia de tercio y de su querida París por una vez y, sin olvidarse de reflexionar sobre la realidad y su representación, prescinde del teatro y se adentra en el proceso de creación y sus límites a través del arte de la pintura, ahondando en la desesperación provocada por la búsqueda infructuosa de la inspiración, y en la implicación emocional del artista y su modelo para llegar a captar la esencia absoluta de la persona retratada. También indaga en el sacrificio y la frustración provocada por la necesidad de ambos de abandonar sus vidas para centrarse única y exclusivamente en lo que realmente importa en esos momentos. El francés representa sugestivamente las emociones que experimenta un artista en el desasosegante proceso de conseguir la obra maestra de su vida, y la ambición para captar la esencia de la existencia humana en un cuadro.
En 1994 decidió mostrar su particular visión de un personaje histórico. Juana de Arco expone una narración austera, pero con una mirada bastante fiel en la reconstrucción de la época medieval y la historia del personaje, si obviamos el hecho de que por esas fechas Sandrine Bonnaire tenía 27 años e interpreta a un personaje mucho más joven. Rivette se desmarca de la heroicidad implícita en las películas sobre este personaje tan cinematográfico haciendo hincapié en su puesta en escena habitual, siguiendo las andanzas de otros personajes que no tienen demasiada relevancia en la trama pero ayudan a comprender el contexto social de la época; y otorga trascendencia a los detalles y las pequeñas anécdotas de los personajes secundarios, que durante dos tercios de la película hablan delante de la cámara como si estuviesen en un falso documental. Las batallas mostradas casi siempre son dialécticas, si obviamos un par de asedios rodados con los medios justos (que podía habérselos ahorrado perfectamente porque hacen daño a la vista). Formalmente, muestra unos exteriores muy brumosos con colores apagados y recupera respecto a sus trabajos anteriores una banda sonora de corte tradicional que corre a cargo de Jordi Savall mediante elegantes piezas con música de la época. Se echa de menos mayor espacio para la confinación, ya que es ahí donde la película alcanza sus mayores cotas. No obstante, conmueve sobremanera presentando un final demoledor gracias a la prodigiosa actuación de Bonnaire, aunque sepamos de antemano el triste desenlace de la historia. Como siempre que se adentra en terrenos históricos y obras literarias se percibe menos su inquieta personalidad, pero esta fría aproximación a la figura de Juana de Arco es un trabajo muy digno y no deja de tener cierto encanto ver enfrentarse a un autor tan minimalista con una película dotada de contenido bélico.
Con Alto, bajo, frágil (rodada en 1995) ofrece una comedia fresca y juguetona, que para los no iniciados en su ambiguo e ingenioso lenguaje puede resultar muy chocante por la mezcla de géneros tan dispares que presenta (comedia de corte feminista, intriga, drama existencial con preocupaciones sociales y musical). La mayoría de estos géneros están expuestos con la solvencia y el encanto mágico habitual del francés, pese al desconcierto que provocan los pasajes con reminiscencias del género musical (ajenos a los bailes) que hacen su aparición con plenitud en la segunda mitad. La representación de una realidad alternativa en esta ocasión viene a través de los bailes y las citadas canciones, pero éstas últimas dejan una clara sensación de ligereza y no calan tanto como con el teatro y la pintura. Destaca el continuo enfrentamiento dialéctico con grandes dosis de improvisación en las actuaciones (el director francés es conocido por no trabajar habitualmente con diálogos, si no con breves sinopsis, presentadas a última hora a los actores) y la imprevisibilidad de las situaciones que tanto me fascinan del autor francés, expuestos con los habituales movimientos sutiles y virtuosos de la cámara que en esta cinta consigue una de sus atmósferas más fascinantes. También repite con otro de sus temas favoritos, una sociedad secreta que se reúne en un cuarto oculto en un club nocturno para jugar un luctuoso juego de cartas. Otra vez París (presentada con más luz, color y alegría de lo habitual) y las féminas acaparan todo el protagonismo de este filme incomprendido que supuso mi primer contacto con el fascinante universo de su autor.
Tres años después, con Confidencial cambia ligeramente de registro obviando los entresijos de la creación que en esta ocasión no tienen cabida para mostrar la réplica de una realidad alternativa, y se adentra en los terrenos del Thriller y el suspense bajo su particular prisma. La cinta desprende el habitual aroma a Fritz Lang de sus filmes anteriores y añade ciertos toques del universo de Hitchcock con sus tramas cargadas de intriga, revelando paulatinamente algunos detalles vitales de una trama que en esta ocasión recurre a menos elementos fantásticos de los habituales (hay una aparición fantasmagórica que descoloca bastante en un principio, pero Rivette le otorga por una vez una explicación terrenal). La narración, dominada por la oscuridad de las relaciones familiares, también posee varios puntos de conexión con el mito de Electra, tratado en infinidad de obras literarias y teatrales (entre ellas hay una de Esquilo, un autor a quien ya visitó Rivette en las representaciones teatrales de Out 1, noli me tangere). Aquí vuelve a preocuparse por el pasado oscuro y confuso de unos personajes dominados por el azar y el destino tratados en su anterior filme, en unas situaciones que provocan desconcertantes pactos y relaciones. Respecto a otros filmes del francés con elementos de thriller, destaca por utilizar un tono mucho más severo que admite pocos momentos lúdicos, y prescinde de dejar tantos cabos sueltos mostrando una resolución más cercana a los cánones del género, aunque como viene siendo habitual se interese por encima de todo en el contexto a través de la confrontación de sus personajes, mediante la actitud desconfiada, retadora y acusatoria de éstos.
En Vete a saber, su primera incursión del siglo XXI, se inspira en La carroza de oro de Jean Renoir con una obra coral protagonizada por seis personajes con trascendencia en la trama, que en esta ocasión vuelve a contar con el sello distendido de Howard Hawks y Renoir, tal y como hizo en Alto, bajo, frágil; siendo capaz de mezclar la comedia con el drama sin perder un ápice de complejidad y de diversión en los temas tratados, exponiendo historias entrelazadas con grandes dosis de humor impredecible y una atmósfera hechicera y seductora. Aquí se interesa una vez más por los pensamientos, los sentimientos y los celos de sus personajes a través de sus relaciones amistosas y amorosas (hay hasta cuatro triángulos románticos). Como suele ser habitual, la mayoría de los personajes lucha contra un oscuro pasado que es revelado paulatinamente en pequeñas dosis, y el azar y el destino dominan una narración en la que la dualidad provocada por la presencia teatral parece ser utilizada para mostrar que la realidad casi siempre supera a la ficción en las tormentosas y oscurantistas relaciones humanas, aunque por primera vez en su filmografía el teatro es presentado en directo, olvidándose de los ensayos y sus aseveraciones habituales sobre la interpretación. Curiosamente, el tono vodevilesco de la representación teatral (muy similar al de las obras teatrales que aparecen en la obra teatral que abre El amor por tierra) poco tiene que ver con la naturalidad de las interpretaciones en las partes que representan la realidad, que a pesar de ser más histriónicas que de costumbre siguen resultando tan naturales y cercanas como las del resto de su filmografía. Las bibliotecas y las referencias literarias están presentes en todo momento y el tesoro está representado en esta ocasión por el manuscrito de una obra inédita que persigue un director teatral, y un anillo muy valioso ansiado por otro de los habituales en su universo, un personaje que transita al margen de la ley.
Con La historia de Marie y Julien (rodada en 2003) retoma casi tres décadas después el proyecto iniciado en la década de los setenta que iba a formar parte de su tetralogía fantástica (tras Viento del Noroeste y Duelle) que empezó a rodar con Leslie Caron y Albert Finney, pero suspendió por los problemas de salud anteriormente citados. Una incursión que cuenta con una duración más próxima a los cánones del cine convencional (140 minutos) y está repleta una vez más de mensajes ocultos e indescifrables, en la que incide en el erotismo y el romanticismo de la relación de los dos protagonistas, mezclando fantasía y ficción. Su premisa, marcada por un elevado tono onírico (la película arranca con un sueño dentro de otro como si fuese una muñeca rusa) desprende un aroma evidente a Vértigo de Alfred Hitchcock, pero con un enfoque mucho más fantasioso y mágico que lo diferencia claramente del filme del rechoncho director británico. Tampoco podía faltar el toque Lang a través del chantaje propiciado por unos documentos acusatorios que el protagonista masculino tiene en su poder. Jacques Rivette se preocupa inicialmente por la soledad de este personaje, y el modo en que su personalidad se fusiona con su misteriosa acompañante. Los elementos fantasmagóricos de varias de sus películas anteriores tocan techo, y unidos al sonido del tic-tac continuo de los relojes le otorgan un cariz espeluznante a la narración. No menos inquietante resulta el personaje de Enmanuelle Béart, cuya actitud esquizoide y marciana solo comprenderemos hasta bien avanzado el metraje. Las películas de Jacques Rivette siempre se han caracterizado por una enorme sensualidad gracias a la presentación de un nutrido grupo de atractivas mujeres, pero no se trata de un autor que se haya recreado en exceso con las escenas de sexo, salvo una en Viento del noroeste o algún desnudo ocasional fuera de la copulación en Céline y Julie van en barco, La banda de las cuatro, o los desnudos continuos artísticos e incómodos de la propia Béart en La bella mentirosa. Sin embargo, aquí sorprende por lo bien que se desenvuelve en el tratamiento del erotismo con la friolera de setenta y cinco años.
Para La duquesa de Langeais, su tercer ejercicio formalista con la literatura (otra de sus grandes pasiones) rodada en 2007, Jacques Rivette eligió la novela corta homónima que Honoré de Balzac escribió en 1834, un autor a quien ya adaptó en La bella mentirosa de un modo mucho menos estricto y que está presente en todo momento en el ambiente con «los trece» en la maratoniana Out 1, noli me tangere. El ya veterano director francés consigue hacer cercana una obra protagonizada por gentes pudientes, y que nos preocupemos por el devenir de sus protagonistas; mediante un drama de época que se adentra en una trama de amores imposibles y deseos no correspondidos por culpa de la hipocresía y la vanidad de la decadente alta sociedad parisina de la época. Jeanne Balibar y Guillaume Depardieu nos deleitan con dos excelentes interpretaciones de unos personajes muy afectados con una personalidad antagónica. Unos seres caracterizados por desconcertantes cambios de actitud en esa fallida relación sentimental en la que se comportan como si fuesen dos niños caprichosos. La habitual improvisación y la naturalidad en los diálogos (aquí con unas actuaciones que tienen un tono más teatral del habitual) en el sugestivo universo del director francés quedan obstruidas por el original de Balzac, puesto que Rivette no disimula que nos hallamos ante una adaptación de una novela a la que pretende ser muy fiel (demasiado, diría yo). A simple vista, hay poco espacio para su sutil sentido del humor y sus temas preferidos, si obviamos la constante confrontación dialéctica que se establece entre la pareja de desdichados enamorados. Aquí no hay una representación teatral para mostrar dos realidades, pero resulta evidente que el asunto de las apariencias en la alta sociedad de esa época tiene claros puntos de conexión con el mundo del teatro y sus máscaras. De ahí que decidiera adaptarla.
En El último verano (rodada en 2009) se olvida del encorsetamiento de su fiel adaptación de Balzac y cambia sus frecuentes escenarios teatrales por los de una decadente y minoritaria compañía de circo, tratando varios de sus temas favoritos con un enfoque más sencillo y melancólico de lo habitual (ese circo que va a cerrar sus puertas definitivamente parece una alegoría sobre su carrera cinematográfica de la que es consciente que llega a su fin). Rivette vuelve a exponer a otro fascinante personaje femenino, en esta ocasión interpretado por otra de sus habituales, una Jane Birkin (la antigua musa de Serge Gainsbourg y madre de Charlotte Gaisnsbourg) con un rostro que muestra el paso de los años sin perder un ápice de su encanto; aquí en el rol de una mujer que se encuentra prisionera por culpa de un pasado oscuro que le llevó a abandonar de un modo misterioso (que se nos irá desvelando paulatinamente) la compañía circense quince años atrás. Otra vez el destino cobra importancia mediante la relación que se establece a partir de un encuentro fortuito del personaje de Birkin con el de Sergio Castellitto, quien vuelve a estar excelso en su segunda colaboración con el director francés a través de un personaje más misterioso y menos histriónico que el de Vete a saber. El actor italiano, además de participar como actor, también colabora en el guión, y ese detalle se percibe en su actuación. Rivette huye del cariz habitual del cine convencional en las narraciones de este tipo, sin expresar de un modo evidente las intenciones románticas del italiano trotamundos, y se decanta por una atracción espiritual a través de unas conversaciones profundas y existencialistas, a pesar de la reticencia inicial de la mujer por culpa de sus demonios interiores. El que seguramente será el último filme del director de La bella mentirosa resulta un ejercicio cargado de humanidad, franqueza y clarividencia de un veterano autor (la rodó con ochenta y dos años) que siente auténtica devoción por el cine y ha dedicado gran parte de su existencia a demostrarlo. Su corta duración (ochenta y cuatro minutos, la más breve de todos sus largometrajes), posiblemente motivada por el ataque de Alzheimer que sufrió mientras rodaba la película, desprende una clara sensación de obra incompleta, pero no deja de suponer un brillante (y fiel a su espíritu) colofón a una de las cinematografías más perspicaces y cargadas de complejidad y fantasía que nos ha deparado el séptimo arte a lo largo de su historia.
A pesar de la exhaustiva explicación desarrollada en este artículo y por la que debo estar agradecido a su autor, sigo sin saber por qué este director me gusta tanto . Como mucho puedo aventurarme a decir que me fascina la atmósfera que reina en sus películas. Quizás sea lo de «una narración fresca y ágil», con lo que define el crítico la película La banda de las cuatro, lo que más se acerca a la impresión que me produce su cine