Uno de los casos más flagrantes de cineastas olvidados en la historia del cine es sin duda el de Frantisek Vlácil. Basta con profundizar levemente en la obra de este genio del séptimo arte para intuir que nos encontramos con uno de los más grandes autores de la historia de este oficio de hacer películas, a la altura por temática, fotografía y contenido filosófico de directores tan reconocidos a nivel mundial como puedan ser Ingmar Bergman o Andrei Tarkovsky. De hecho, en opinión del que escribe, el cine de Vlácil es superior en intensidad poética y calidad cinematográfica al del director sueco (no, no es una blasfemia, si pueden contemplen las mejores cintas del checo y luego me comentan). Y es que el maestro Frantisek Vlácil ocupa el lugar de honor que otorga el calificativo de mejor director de una de esas corrientes que revolucionaron el cine allá por los años sesenta, esta es, la Nueva ola checoslovaca. No hay ni Milos Forman ni Jirí Menzel que le hagan sombra. Suyas son las tres mejores películas de esta ola: Marketa Lazarová (a la postre considerada mejor película de la historia de Checoslovaquia), El valle de las abejas y la cinta que vamos a reseñar a continuación, Adelheid, no cabe duda que una de las obras más perturbadoras, demoledoras, singulares e hipnóticas de la historia del cine europeo. Quizás el hecho de que el cine de la Europa del Este no cuente con la promoción que merece en occidente haya postergado al maestro a un incomprensible segundo plano, el cual debe ser destruido por el efecto del paso del tiempo y la curiosidad de los nuevos cinéfilos que deben tener como obligación irrefutable penetrar en el universo de este genio del cine.
Adelheid fue rodada en plena madurez creativa del maestro, tras haber conquistado la perfección en la concepción del arte cinematográfico con las dos cintas reseñadas en el párrafo anterior. Es pues, una película que podríamos ubicar en los últimos coletazos del movimiento centro-europeo, alejado del mismo por temática, si bien perteneciente a él por puesta en escena puramente Vlácil (impresionantes son esos primeros planos de los actores mirando directamente a los ojos del espectador). El diestro cineasta europeo volvió a recurrir a la práctica de situar la trama en un tiempo pretérito, si bien en el caso que nos ocupa este pasado no se hallaba tan lejano como en la Baja Edad Media de sus dos cintas emblemáticas, al contrario, Vlácil localizó su mirada en el oscuro ambiente de la Checoslovaquia rural de post-guerra. Igualmente, la cinta está plagada de filosofía de alta escuela con reminiscencias que aluden directamente al mito de la Caverna de Platón y al de Ulises y las sirenas, ostentando también trazos de los pensamientos de Nietzsche y del humanismo existencial de Sartre.
La acción se ubica en un pueblo del norte de Checoslovaquia al final de la II Guerra Mundial. La primera imagen que emplea Vlácil es la de un tren en movimiento que viaja lentamente a través de unas sinuosas vías rodeadas de un frondoso bosque, símbolo de la rutinaria vida que atenaza la existencia del hombre. Dentro de uno de los vagones del ferrocarril viaja un extraño personaje llamado Viktor Chotovicky, un antiguo teniente checo asentado en las fuerzas aéreas británicas de salud física y mental claramente enfermiza. Viktor retorna a su antiguo pueblo para regentar una vieja finca ubicada en las afueras de la localidad. El inmueble a gestionar por Viktor fue propiedad del jefe nazi de la zona que actualmente se encuentra retenido por las fuerzas partisanas a la espera de juicio en el cual se adivina una sentencia de muerte que dispensará el castigo buscado por los abominables pecados cometidos por el siniestro genocida. Dichas tierras a su vez fueron confiscadas por el verdugo alemán a una ilustre familia judía víctima del odio del criminal de guerra.
Viktor exhibe un carácter marcadamente solitario de tendencias depresivas próximas al suicidio y busca por tanto aislarse del resto del mundo encerrándose en la mansión que corona las tierras que se la han asignado, huyendo así de toda compañía humana que pueda presentarse. Sin embargo, la ansiada clausura de Viktor es interrumpida por la presencia de una misteriosa mujer, Adelheid, la cual no es otra que la hija del antiguo propietario criminal de guerra nazi que ha sido relegada al puesto de mera sirvienta de la mansión al servicio de Viktor, por orden del protocolo de limpieza étnica germana establecido por los vencedores del conflicto armado (alegoría del salvajismo substancial vigente en la propia esencia del hombre, ya que como bien refleja Vlácil sea cual sea el resultado de una guerra, las inocentes víctimas acabarán ejerciendo con la misma saña el papel de verdugos en contra de sus antiguos e inhumanos enemigos, símbolo éste muy atrevido y valiente para la época en la que se rodó el film, pues fue una de las primeras ocasiones en las que en el mundo del cine se reflejaron los ghettos habitados por ciudadanos de raza teutona edificados por los vencedores de la II Guerra Mundial).
Si bien en un principio Viktor tratará de aislarse de la incómoda presencia de la empleada de hogar, del inevitable contacto físico entre ambos (ya que el idioma impide establecer un diálogo formal entre los dos personajes) brotará una malsana atracción sexual, de modo que los instintos más primarios de Viktor saldrán a la luz ante la llamada de la gélida belleza alemana. De esta forma, a través de los gestos sutiles, los sudores nerviosos y la insinuación pasional de ambos personajes se irá construyendo una hipnótica historia de amor cimentada en el silencio y los impulsos sexuales, y asimismo fundada en la dominación establecida por un degenerado Viktor hechizado por la fría belleza de la antigua carcelera convertida en prisionera y dueña de sus pasiones más bajas.
La maestría de Vlácil se halla en que con los únicos recursos de unos pocos actores, el vetusto y oscuro escenario que compone el antiguo caserón de la finca y el silencio (sobre todo el silencio, el cual empapa cada plano del film para helar la sangre del espectador con su reposada presencia que solo es ultrajada por las notas de las sinfonías compuestas por Johann Strauss que hacen las veces de banda sonora del film) fue capaz de erigir una obra portentosa de una sublime e inquietante profundidad humana en la cual se tocan infinidad de temas tabú hasta la fecha del estreno de la película. A Vlácil no le hizo falta describir con detalle el perfil de los protagonistas, ya que en la trama apenas se desprenden trazos que ayuden a dibujar la personalidad pretérita de los dos intérpretes que sustentan los cimientos del film. No se desprenden, pero se insinúan a través de las miradas y los aspavientos emanados de la actuación de los dos actores. Así intuimos que Viktor es un ser atormentado y acomplejado desconocedor de los misterios del amor y la pasión, mientras que Adelheid es una fría mujer alemana de personalidad estoica levantada a fuerza de las tenaces enseñanzas aprendidas en las dogmáticas escuelas de las juventudes nacionalsocialistas. Y es este choque de personalidades que adivinamos que existe lo que provoca que nuestra mente esté en tensión durante el desarrollo de la historia, ya que gracias a la sugerente puesta en escena de Vlácil presagiamos que estos dos trenes que avanzan en sentido contrario terminarán chocando en un acto violento y turbador.
La película cuenta con una atmósfera en la que la claustrofobia campa a sus anchas para incomodar al espectador. Aunque las escenas que hacen avanzar con ritmo lento el metraje del film no lo aparenten, un halo amenazador emerge de las mismas como pocas veces se ha visto en pantalla. Las interacciones que se crean entre Viktor y Adelheid son alarmantemente turbadoras, pero a la vez bellas. Sin mostrar sexo explícito, Vlácil hace brotar sexo en cada mirada sudorosa de los protagonistas retratando una relación dominada por los paradigmas dictados por el Marqués de Sade, si bien no sabemos con exactitud quien es el amo y quien el sumiso siervo de placer, gracias a la masculina interpretación de Emma Cerná en el papel de Adelheid, la cual traza uno de los personajes más inquietantes surgidos del séptimo arte, a la altura del perpetrado por Dirk Bogarde en la magistral El sirviente.
El otro gran acierto del film es sin duda situar la escena en la mansión en la que se desarrolla la trama. Como una especie de caverna que aísla del mundo exterior a los dos protagonistas, la mansión adquiere el espíritu de un paraíso perdido apartado de las imperfecciones que conquistan el ambiente fuera de la misma. Así, mientras los dos protagonistas habitan en soledad la casa, las cadenas de la opresión se rompen para dar rienda suelta a la libertad más pura. Por contra, cuando arriban al hogar visitantes extraños, las imperfecciones y mezquindades de la sociedad civil explotan en el centro en escena, estallando la violencia soterrada en el ambiente así como las ruindades del ser humano, y porque no decirlo, la propia muerte y asesinato inducido por la acción humana externa. Por consiguiente, la casa esculpirá la conexión de Viktor y Adelheid a través de los sentidos y los secretos que esconde.
Con una fuerza visual descomunal propia del universo de Vlácil, Adelheid es por méritos propios uno de los más cautivadores ensayos cinematográficos y filosóficos de la historia del cine. Es cierto que esta no es una película apta para todos los paladares. La narración tejida por Vlácil entorno al silencio y sus circunstancias (en pocas películas el silencio ha sido un elemento tan central y necesario en el esqueleto y razón de ser del propio film) como en un ritmo tedioso pleno de poesía, que puede que asuste a cierto tipo de aficionado al cine. Sin embargo, aquellos espectadores interesados por un cine sensual que estimule y cultive el cerebro más allá del puro entretenimiento, tendrán en esta obra sublime uno de sus más preciados tesoros. No dejen pasar un minuto más, y contemplen con ojos curiosos e inquietos esta obra monumental del séptimo arte.
Todo modo de amor al cine.